domingo, 28 de octubre de 2012

The World at War (y VIII): The Desert, North Africa 1940-1943






El capítulo octavo de The World at War está dedicado a la campaña del desierto libio, el largo e estñéril tira y afloja que las tropas británicas y del eje libraron en las arenas del desierto.

En la marcha de la guerra, la campaña del desierto no dejó de ser un frente secundario, especialmente cuando comenzase la operación Barbaroja en junio de 1941. Un teatro de operaciones donde ambos combatientes no podían desplegar el gruesos de sus tropas, ocupados en otros frentes más importantes, y que se libraba, por tanto, con fuerzas irrisorias, apenas tres divisiones motorizadas en el caso alemán, cuando el citado frente ruso consumía unas doscientas. No obstante, la importancia que se le ha dado desde siempre en la narración del conflicto se debe a que durante tres largos años, de 1940 a 1943, fue el único lugar donde ingleses y alemanes pudieron medir sus armas, con la lógica repercusión que esto tenía en la población civil de ambas potencias en conflicto.

Por otra parte, frente al horror y la crueldad que pronto se hicieron frecuentes y habituales en todos los campos de batalla, representado por la guerra sin cuartel en el frente ruso, la ofensiva submarina sin restricciones en el atlántico o en el bombardeo rutinario de las aglomeraciones urbanas, la campaña del desierto parecía un combate de otros tiempos más clementes y caballerosos. Librada en un espacio desprovisto de presencia humana, donde las fuerzas en conflicto podían masacrase a placer sin tener pensar en la destrucción ocasionada sobre las poblaciones atrapadas entre ellos, la guerra del desierto tuvo siempre un aire de combate naval, en la que el movimiento era esencial y las batallas podían ganarse simplemente mediante maniobras. Un modo de luchar que aunque como cualquier combate desembocase en un baño de sangre, daba también espacio a caballerosidad y la magnanimidad, a la a creación de un mito en el que jefe, el caudillo parecía dotado de poderes mágicos, casi sobrehumanos.

A este carácter de conflicto librado en un tablero de ajedrez, sin consecuencias humanas, donde lo que contaba realmente era la destreza y capacidad de los jugadores, se unía asímismo el carácter cataclísmico de las operaciones. La facilidad de movimiento en una guerra caracterizada por su mecanización, los inmensos espacios en que se libraban las batallas, imposibles de cubrir con las escasas tropas con las que se contaban teñían a esta campaña de características únicas y distintas a cualquier otra batalla del conflicto, largos asaltos contra posiciones fortificadas que se resolvían en avances de cientos de kilómetros, hasta que el perseguidor se hallaba tan lejos de sus bases de suministros, el perseguido tan cerca, que la ventaja se invertía y era el momento de cambiar las tornas.

La campaña del desierto es, por tanto, la narración de un inmenso forcejeo, con ciudades como Bengasi, que llegaron a cambiar cinco veces de mano, mientras que los contendientes competían en vencer en ingenio y audacia al contrario, tarea en la que brillaron de forma magistral los ingleses en 1940, derrotando a un ejército italiano que le superaba cinco veces en número, estando a punto de terminar la campaña en ese mismo año, y sobre todo el "mago" Rommel, cuando en el otoño de 1940, sin tanques y apenas tropas, consiguió hacer creer al ejército británico que estaban siendo atacados por fuerzas superiores, pánico que se tradujo en una retirada precipitada hasta la frontera egipcia.

Una guerra, por tanto, en la que el engaño, la desinformación y el camuflaje, tenían una importancia capital, al librase en un espacio llano, donde cualquier movimiento estaba a la vista del enemigo, y en la que los británicos derrotaron finalmente a los alemanes, al ser capaces de ocultar a todo un ejército completo ante las narices de los alemanes, justo antes de la ofensiva final en el Alamein. Una campaña, asímismo, donde el dominio del aire era requisito imprescindible para tener éxito, ya que quien lo tuviera podía negar al contrario el combustible esencia para los tanques, al bombardear sin oposición sus líneas de suministros. Suministros que en el caso del eje tenían que cruzar el Mediterraneo, infestado de submarinos ingleses y en el radio de acción de la aviación de Malta, cuyo fracaso en conquistarla o neutralizarla por parte de las fuerzas del eje fue decisivo en su derrota final.

Una campaña, por último, donde el mayor enemigo de los británicos fue curiosamente el primer ministro Wiston Churchill, de quien ya hemos dicho que poco queda ya de su imagen mítica de estratega sin fallos, reducido simplemente a alguien capaz de insuflar coraje a un pueblo sin él, pero poco más. Por dos veces, en el otoño de 1940 y en el invierno de 1942 redujo las tropas desplegadas en Egipto cuando ya estaban a punto de tomar Trípoli, en un caso para defender a Grecia y en el otro para reforzar Singapur. Operaciones a la desesperada que no surtieron ningún efecto, puesto que tanto Grecia como Songapir fueron derrotas sin paliativos, que a punto estuvieron de provocar la caida de Egipto.

Pero sobre todo, comprobar como frente a leyenda de un Montgomery que vino a salvar al octavo ejército de la destrucción y que fue de rebote el primero en derrotar a Rommel, con el correr de los años se ha agrandado la figura de Auchinlek, su antecesor en el puesto. Un general que a pesar de tener el grave defecto de no saber escoger a sus subordinados, los cuales perdían las batallas que les encomendaba, obligándole a tomar el mando en persona, tuvo el raro privilegio de detener a un Rommel en la cima de su gloria, cuando todo el mundo pensaba que llegaría en pocos días a Alejandría y el Cairo, obligándole en cambio a detenerse y atrincherarse en el cuello de botella de El Alamein, de donde saldrían derrotados él, el Africa Korps y los sueños de dominación del Eje


















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