jueves, 6 de abril de 2006

Las intermitencias de la memoria (y 1)

Hubo un tiempo en España, a finales de los setenta, principios de los ochenta, que estaban de moda las colecciones por fascículos. Colecciones que duraban meses, años enteros y que luego había que llevar a la imprenta para que las encuadernaran... tras haber comprado por supuesto las tapas.

Todo era cuestión de precios, claro está. Las obras que el españolito de a pie no podía comprar de una vez o ni siquiera tomo a tomo, eran perfectamente asequibles si se compraban 10, 20 páginas cada semana o cada mes.

En ese tiempo todo era fasciculable. Desde la cría de la paloma hasta el cultivo de los garbanzos, pero entre tanta oferta, se podían encontrar auténticas joyas, como la historia completa de la segunda guerra mundial o de nuestra guerra civil, o las expediciones de Jacques Cousteau, o la historia completa de la pintura.

Y entre tantas y tantas había una historia de los comics, en la que se incluían a modo de ejemplo, páginas de las historietas/autores que se pensaba, se creía habían supuesto, ese tópico tan usado, un antes y un después...

...entre ellas, séis páginas del segundo tomo, High Society, del Cerebus de Dave Sim...

...

Pero antes de hablar de Cerebus, hay que recordar lo que suponía vivir en los años ochenta, especialmente para una mente inquieta...

...un mundo en el que no había ordenadores ni internet, y por lo tanto no había posibilidad de descargarse las películas/series que no se estrenaban aquí, ni manera de comprar al extranjero aquello que no se publicaba aquí, no ya porque no existiera la Internet ni el correo electrónico, sino porque el común de los mortales no podía soñar con viajar al extranjero, como mucho con acercarse a la frontera con Francia y cruzarla para pasar a Bayona y a Biarritz, pero no con llegar a Paris, o a Londres, o al Berlín dividido...

...un tiempo casi de las cavernas, una época que parece no haber existido, una era sin móviles, sin juegos de ordenador, sin PDAs o PlayStations, sin DVDs ni televisión digital, sin VHS, con apenas una cadena u media de televisión que cerraba la emisión por la noche, sin .xvid o .mp3 o incluso CDs...

...un mundo donde sólo había libros, LPs y cassetes, y donde sobre todo, faltaba el dinero para comprarlos...

...una vida donde lo que se tenía, la novela que te había gustado, la música que te había enamorado, la leías, la escuchabas una y otra vez, hasta que las páginas perdían sus esquinas y se desprendían del lomo, se perdían y barajaban, hasta que el LP o el cassete se tornaban inaudibles borrados de tanto ponerlo en el tocadiscos o en el magnetófono, hasta que el soporte se tornaba innecesario, porque ya lo sabías de memoria, porque ya formaba parte de ti mismo y pensabas que jamás habrías de olvidarlo...

...al contrario que este tiempo en que todo son novedades, distintas y originales, pero ninguna queda, ninguna se recuerda, ninguna supone un cambio, ni en el mundo, ni en uno mismo...

... al contrario que en aquel tiempo, en que leía aquellas seis páginas, una y otra vez, fascinado por su belleza, porque no se parecían a nada que hubiera leído antes, ni a las historietas de Brugera, ni a los superhéroes de la Marvel, simplemente porque aquellas seis páginas respondían a lo que yo esperaba del arte, a lo que yo esperaba de la vida, a lo que yo confiaba en poder hacer y sentir algún día...

...y las leía una y otra vez, aunque no supiera quienes eran los personajes, aunque no supìera porque actuaban así, las razones que les habían llevado a ese punto, las consecuencias que habrían de derivarse de aquel instante, y no me importaba, puesto que yo al apartar la vista, reconstruía la historia, completaba los vacíos, rellenaba los huecos, me imaginaba siendo ellos, viviendo su vida, haciendo su mundo el mío...

...soñaba, soñaba, soñaba, como nunca he vuelto a soñar, como ya no soy capaz de soñar...

...

...y a pesar de ello, a pesar de lo que sentía, de lo que sentí, había olvidado a Cerebus completamente, había olvidado el fascículo donde lo había leído...

...tanto que, cuando e intentado encontrar aquella publicación, no he sido capaz de hacerlo, a pesar de revolver montañas de papeles y papeles, que sólo sirven para coger polvo, a pesar de buscar en todos los escondrijos donde guardo aquello que pienso que debo conservar, pero que sólo son mazmorras para el olvido, fosas donde se amontonan cadáveres...

...y he tenido que admitir que, en algún momento, he debido tirarlo voluntariamente, he debido tenerlo entre mis manos y decidir que eso ya no servía para nada, que los recuerdos asociados a ese objeto ya no eran preciosos, ya no eran útiles...

...o quizás decidí archivarlo junto con otras cosas, que entonces considerara importantes, pero no lo bastante para tenerlas a la vista, pero lo suficiente para no hacerlo un gurruño y tirarlo a la basura. Supongo que debí tomar una caja de cartón y guardarlo en ella con cuidado, para que no se estropease, tras lo cual, la cerraría con cinta y la almacenaría ésta en algún sitio seguro, un lugar que que ya no recuerdo, un lugar que no es la vivienda en la que ahora habito, un sitio que puede no existir...

...pero no recuerdo nada de esto, no recuerdo lo que hice con aquel fascículo, cuando lo hice o porque lo hice...

...y sin embargo, sí recuerdo aquellas seis páginas, las viñetas y los diálogos, que poco a poco han ido acudiendo a mi memoria...

¿Por cuanto tiempo? y lo que es más importante ¿Es este recuerdo cierto?

martes, 4 de abril de 2006

Una única humanidad

Una mujer duerme, agotada hasta la extenuación, sentada en el suelo, apenas mullido con paja, la espalada apoyada en la pared de madera, sosteniendo en sus brazos al niño que acaba de dar a luz, la mejilla suya contra la mejilla del bebe.

Un hombre, su marido, lee a justo a su lado, casi pegado a ella, lo bastante cerca como para sentir su calor, su cuerpo, su presencia, lo bastante lejos para no turbar su sueño... el sueño que poco a poco comienza a invadirle también a él, le aparta de la lectura, le confunde el tiempo.

Vela su sueño. Vela el suelo de ambos.

Pronto llegará el día. Pronto tendrán que reanudar el viaje, el largo viaje que les devuelva al norte, a su ciudad, a sus parientes, a su casa. A aquellos que les conocen, aquellos que les aman, a aquellos que se preocupan por ellos.

Pero todo esto queda muy lejos. Tanto que podría no existir. Que podría ocurrir que cuando volviesen no quedase nada de lo que recuerdan, que todo se demonstrase un sueño o una ilusión.

Pero por ahora hay que recuperar las fuerzas, porque el camino de mañana sérá largo y duro. Hay que descansar tanto como se pueda, aunque el suelo sea duro, aunque la paja no les proteja del frío, aunque el único albergue que hayan encontrado sea ese establo, aunque tengan que dormir entre las bestias.

Una luz nos ilumina la escena, extrae de las sombras, a la mujer, a su hijo, al hombre, las paredes de madera, el suelo que no es otro que la tierra misma, la paja esparcida, las siluetas de los animales.

Pero esa luz no la han traído ellos. Ni siquiera es la de de un farol que les hayan traído para que le haga compañía.

Es la la lámpara de unos desconocidos.

Unos extraños que han entrado sin ser notados por la pareja, dormida una, amodorrado el otro. Unos erxtraños que se han detenido, guardando un silencio, a unos pasos de distancia y que miran con respeto, con sorpresa, con casi adoración, descubriéndose alguno, a la familía que está ante ellos.

Unos extraños entre los que estamos nosotros.

...

Esta representación de la noche de la natividad, de San José, La Virgen, el niño y los pastores que vienen a adorarles, es uno de los grabados de Rembrandt que se pueden ver en la Biblioteca Nacional de Madrid esta primavera.

Pero entre todas las que se han pintado o dibujado, ésta es la única que, en mi opinión, representa lo que un creyente llamaría el milagro.

Porque no hay ángeles, ni seres sobrenaturales, ni siquiera hay pistas, indicios, excepto para el que esté al corriente de la historia, de que ese niño es quien los cristianos llaman el Salvador, el hijo de Dios, el Ungido, el Mesías el Cristo.

Sólo hay la imagen de una familia, igual a la que todos hemos conocido, igual a la que todos hemos pertenecido. Todos hemos sido como el niño que la mujer estrecha en sus brazos, algunos habrá que puedan repetir ese mismo pequeño, ínfimo y tan despreciado milagro consistente en traer una vida al mundo.

Pocos (o muchos quízás si apartamos la mirada de esta nuestra rica Europa) se verán obligados en esas circunstancias, fuera de sus casas, expuestos a los azares del viaje, en medio de la miseria, rodeados de desconocidos, sin saber si en el instante siguiente se tornaran enemigos o incluso verdugos.

Y casi ninguno, mucho menos en este mundo cínico, cruel y despiadado al que hemos sido arrojado, tendrá la suerte que cuando un grupo de desconocidos irrumpa en el refugio, el estrecho y miserable abrigo que les ha correspondido, en vez de entregarse a un acto de violencia, ese acto de violencia que exigimos y reclamos en las obras de ficción, se quede sorprendido por la visión que tienen ante ellos.

Porque ese es el verdadero milagro.

Y tenido que esperar a que Rembrandt me lo contase.