sábado, 20 de mayo de 2017

Divergencias

La degeneración religiosa de este conflicto no favorece a Israel: Hamás, aunque con una agenda nacionalista, se reconoce como parte de la Umna árabe musulmana, una corriente antioccidental y aparentemente en alza en todo el mundo islámico, a pesar de su superficial ortodoxia salafista, mientras que el nacionalismo religioso israelí necesariamente choca por lo menos con parte del halájico-talmudista, de mayor rigor rabínico y que, aunque ya no es mayoritario entre los judíos desde hace más de un siglo, es el único que ha mantenido una continuidad de dos mil años y retiene una presencia viva en la diáspora, desde Nueva York, pasando por París, hasta Buenos Aires.
Y la deriva fundamentalista, como si no bastara con haber abrazado a judíos y musulmanes en la zona, se ve alimentada desde la distancia en Estados Unidos por un evangelismo integrista que apoya sin fisuras el expansionismo mesiánico de la derecha israelí, creyendo que sólo la restauración del reíno de Israel sobre la totalidad del espacio bíblico, a expensas de los árabes, hará posible la segunda venida de Jesús... y finalmente, dicho esto en sordina, la inevitable conversión de los judíos al cristianismo.

Roberto Blatt, Biblia, Corán, Tanaj: Tres lecturas sobre el mismo dios.

Había comenzado a leer este libro con gran interés, tanto por las buenas críticas con que venía precedido, como por la curiosidad que me despertaba el objeto de su estudio: realizar un análisis comparativo de las tres religiones abrahámicas, Judaísmo, Cristianismo e Islám. La tesis del ensayo quedaba anunciada ya desde las primeras páginas y en cierta manera era previsible, además de ser impecable desde un punto de vista histórico. Según Blatt, los distintos puntos de vista con los que las tres religiones han contemplado sus libros sagrados han sido determinantes a la hora de decidir su estructura y evolución política. Tanto, que su presente de hostilidad más o menos declarada, más o menos larvada, es una conclusión lógica de estas estructuras ideológicas, creadas hace más de un milenio.

Sin embargo, creo que el libro fracasa en el análisis detallado que hace de estos modos de pensar de las tres religiones y su plasmación en la historia. No porque sus conclusiones sean equivocadas, sino por que la amplitud del tema no se presta a ser resumida trescientas páginas escasas. Estamos hablando de más de dos mil años de historia, que afectan de pleno a dos continentes, Europa y Asia, mientras que en los dos últimos siglos su repercusión ha llegado a ser mundial. La exhaustividad pretendida queda así en conflicto con la profundidad lograda, de manera que muchos fenómenos y acontecimientos quedan reducidos a meras citas, mientras que otros centrales se describen de manera esquemática y apresurada. El libro, por tanto, divaga, salta de un lugar a otro, de un tiempo a otro, sin conseguir centrarse hasta los últimos capítulos, los mejores de toda la obra. Quizás porque son los que se refieren directamente al mundo moderno, en concreto, al dilema sin solución planteado por el resurgimiento de integrismos agresivos en las tres religiones.


Sin embargo, esto no quita interés a la tesis que les indicaba al principio: el hecho de que las diferencias radicales entre las tres religiones siguen siendo determinantes en sus sociedades nativas, además de afectar a las relaciones entre ellas, incluso cuando muchas de ellas hayan evolucionado hacia un laicismo más o menos patente y definitivo. Por ejemplo, el judaísmo, supuestamente fundamentado en la ley del antiguo testamento, definida y cerrada por el mismo creador, ha enterrado paradójicamente esa misma ley sobre gruesos estratos de interpretaciones, La Mishná, y de interpretaciones a las interpretaciones, el Talmud, hasta casi olvidarlo por completo y convertir el libro sagrado en invisible para sus fieles. Esta religión, por tanto, habría considerado su libro sagrado como un borrador que había que corregir a cada momento para adoptarlo a las condiciones de un mundo cambiante, para el cual no había sido concebido originalmente.

No parece extraño, en consecuencia, que el fenómeno de la herejía o de la guerra religiosa sea extraño al judaísmo, que se ha constituido como un caleidoscopio de variadas actitudes y soluciones. Todas válidas, todas correctas, todas toleradas. Muy distinto es el caso del cristianismo, especialmente el occidental, en que la herejía, la división y la guerra de religión hayan sido constantes durante toda su historia. Sin embargo, para Blatt, esta tendencia al cisma del cristianismo occidental es una expresión de un rasgo propio interno, el hecho de que en occidente poder religioso y poder civil se han hallado siempre en permanente conflicto, en lucha por ocupar parcelas contiguas de poder. El laicismo que se ha convertido en rasgo característico de la modernidad europea sería así el último estado de una evolución divergente entre estado e iglesia, en el que el aquel habría relegado a éste a un puesto secundario.

Diferente y opuesta a las otras dos es la situación en el Islam. Allí, poder político y poder religioso son la misma cosa, de manera que la ley civil es la ley del Corán, mientras el estado es ante todo garante y plasmación de esas normas religiosas. La posición de este libro sagrado, como ultima ratio del ordenamiento social es así inamovible, sin que exista un tribunal de apelación externa. De esa manera, la interpretación correcta de lo que hay escrito en él, toma una importancia determinante para justificar o desautorizar las propias posiciones políticas, las cuales se suelen disfrazar de restauración de un orden perdido original.

No es extraño por tanto, que incluso más que el cristianismo, el Islam sea propenso al cisma, la Fitna, sobre todo cuando el poder estatal se muestra débil o simplemente incapaz de expandirse hacia el exterior. Ésta y no otra podría ser la situación actual, tras la derrota de los diferentes movimientos laícos musulmanes, valga la contradicción, surgidos tras la segunda guerra mundial. Un complejo inextricable de movimientos integristas, más o menos radicales, más o menos violentos, en lucha contra un laícismo de raigambre occidental que amenaza con revelarles inútiles y prescindibles. Pero, sobre todo, en lucha a muerte los unos con los otros. 

Porque todos esos radicalismos tienen pretensiones de universalidad, de restauración de ese Califato soñado originario, donde se establezca, al fin, la armonía entre todos los creyentes.

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