miércoles, 10 de mayo de 2017

El alma en su encierro (II)/Fantasmagorías



































Tras haber revisado el Ghost in the Shell original de Oshii Mamoru, no he podido por menos que hacer lo mismo con su continuación de 2004, Ghost in the Shell:Innocence. Cuando la vi con ocasión de su estreno, hace ya más de una década, la impresión que saqué fue de desconcierto. En aquel entonces era una película deslumbrante en sus aspectos técnicos, un ejemplo magnífico de lo mucho que la animación tradicional, la ahora llamada 2D, podía extraer de la utilización del ordenador y los CGI. Sin embargo, a pesar de esta perfección formal, la encontraba vacía, desprovista de algo fundamental que sí estaba en su modelo original. Ambas habitaban el mismo mundo, mostraban los mismos personajes, utilizaban y planteaban parecidos dilemas filosóficos. Pero aún así, parecían encontrarse en realidades opuestas, separadas por abismos infranqueables.

Por explicarlo mejor. Ghost in the Shell, la original, estaba más cerca de las dos series de TV, Stand Alone Complex y Stand Alone Complex, 2nd Gig, que de su continuación directa. Aquéllas describían un mundo que era fundamentalmente real, sólido y transitable, a pesar de las frecuentes incursiones en una Internet omnipresente, convertida en auténtico universo paralelo, o la desasosegante transmigración de las almas en cuerpos robóticos, facilitada por la tecnología del futuro. En Innocence, por el contrario, hay una inquietante sensación de estar perdiendo pie, de que la realidad pierde su consistencia. Que se habita en un sueño, del que se ha perdido el recuerdo de su inicio, del que desconoce si tendrá despertar.

Por supuesto, esto no es expresado así en la película, tan franca, tan directamente. El estilo alusivo y enigmático de Oshii se lo impide, aumentando al mismo tiempo la impresión y la resonancia que provocan sus obras. En el caso de Innocence sólo hay sospechas, o mejor dicho, indicios de posibilidades de sospechas. Los coches que utilizan los protagonistas en sus desplazamientos privados parecen sacados de épocas pretéritas, discordantes con el acabado high-tech de su armamento y sus vehículos de combate. Habitan en casas unifamiliares en medio de la megalópolis o inmensos apartamentos de soltero, moradas que casan mal con el hacinamiento y la superpoblación de ese mundo hiperavanzado. Los policías citan una y otra vez a filósofos, artistas, escritores y líderes religiosos, como si su mundo aún diera importancia a esos conocimientos polvorientos, antecesores a cambios irreversibles, y creyesen que pueden influir en su presente.

Estas alusiones alcanzan su máximo en el famoso desfile de carnaval que Oshii introduce a mitad de la película. Es otra de sus habituales digresiones, sin aparente significado o repercusión en el resto de la cinta, sin otra utilidad aparente que proponer un reto técnico y estético. Celuloide vacío, podría decirse. Sobrante incluso, pero de un irresistible poder de fascinación. Tanto que al final termina convertido en la sección de la película que todo espectador recuerda y que, luego, a posteriori, se descubre gozne esencial en la evolución narrativa de la historia. En este caso, porque este carnaval se produce en una ciudad abandonada, de la que sólo quedan ya las ruinas de su propia grandeza, pero que al mismo tiempo es de una riqueza, una opulencia y una exuberancia casi sobrenatural. Como si se tratase de un sueño o de una alucinación.

Es la primera transición a esa irrealidad que termina fundida, confudida, con la realidad conocida. Sólo así, con ese presagio, cobra significado completo la escena siguiente, el bucle espacio temporal en que los protagonistas se ven atrapados. Sólo así, cuando éste parece resolverse y devolvernos a la seguridad de la existencia cotidiana, puede persistir la duda, ya imborrable, de no haber encontrado la salida.

De ser y vivir en una ilusión.

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