jueves, 15 de junio de 2017

Espejismos

La poesía no quiere saber qué hay al final del camino; concibe el texto como una serie de estratos translucidos en cuyo interior las distintas partes - las distintas corrientes verbales y semánticas -, al entrelazarse o desenlazarse, reflejarse o anularse, producen momentáneas configuraciones. La poesía busca, se contempla, se funde y se anula en las cristalizaciones del lenguaje, Apariciones, metamorfosis, volatilizaciones, precipitaciones de presencia. Estas configuraciones son tiempo cristalizado: aunque están en perpetuo movimiento, dan siempre la misma hora - la hora del cambio. Cada una de ellas contiene a las otras, cada una está en las otras; el cambio es sólo la repetida y siempre distinta metáfora de la realidad.

Octavio Paz, El mono gramático.

Ya en otras ocasiones, les he hablado de mi admiración por el escritor mejicano Octavio Paz. Ella me ha llevado a que, entre otras cosas, haya estado leyendo estas últimas semanas una integral de sus poemas, completada por las muchas traducciones de poesía, francesa, inglesa, oriental, en las que se embarcó.

A pesar de lo mucho que me gustó el primer omnibus de su obra poética, el llamado Libertad bajo palabra, compilado por el propio autor en los años cincuenta, abordé la lectura de su poesía posterior con cierta aprensión.  En parte, porque Libertad bajo palabra adolecía de ser una obra de juventud, que mostraba demasiado bien a las claras los muchos tanteos, vagabundeos y vueltas atrás que Paz había dado antes de encontrar una voz propia. Su primera parte estaba lastrada por un clasicismo teñido de modernismo que pronto se revelaba estéril a la hora de expresarse, simplemente porque todo lo que podía decirse con esas herramientas estaba ya dicho, sin que fuera posible evitar repetirse. Sólo en la segunda parte, cuando Paz asimilaba las influencias de la vanguardia, especialmente el surrealismo, su voz comenzaba a ser personal, a mostrarnos un mundo nuevo en donde tanto el lector como el autor podían aventurarse sin saber lo que en él les esperaba, aunque fuera perderse sin destino.


Por otra parte, la inspiración de los grandes poetas tiende a desvanecerse tras unos pocos poemas brillantísimos. Al leer la obra tardía de Paz,  por tanto, esperaba asistir a una larga e inevitable decadencia. No fue así, por suerte. El escritor mexicano se reveló como uno de esos escasos poetas capaces de dar a luz una obra larga y valiosa, atravesada por una tensión interna que no cede con la vejez. Tiempo final en el que Paz dio a luz a algunas de sus mejores obras, como este Mono gramático que ahora les comentó, extensísimo poema en prosa en el que se asiste a una doble, casi triple disolución. La del lenguaje, al intentar plasmar una realidad que siempre se le escurre entre los dedos. La de la percepción, al intentar poner un orden en lo que no son sino acontecimientos engarzados por el azar. La de la historia, en definitiva, cuyos afanes culminan siempre en fracaso, cuyo mayor triunfo se reduce a pervivir en ruina, invadido por gentes de cuya memoria se desvanecieron - nunca existieron - los constructores y que destinan esos espacios, antaño sagrados y secretos, a fines completamente distintos de los que los motivaron.

Para entender esta obra, no obstante, hay que darse cuenta de que constituye un epítome de las influencias de las que se alimento la poesía de Paz. Por un lado, el surrealismo, con su afán por buscar alianzas contra natura entre las palabras, de las cuales surgieran, en un chispazo repentino, nuevas zonas de conocimiento. La poesía, en manos de los surrealistas y sus epígonos, recuperaba así la magia que antaño constituyera su esencia y que había quedado sepultada por rima y métrica. Reducida a un mero mecano cuyas piezas se montaban siguiendo siempre los mismos modelos. Resurrección que, por su propio paso por la muerte, no podía ya separarse de la ironía y la amargura. Porque esa iluminación poética de la poesía se revelaba baldía, nula. Incapaz de llevarnos al conocimiento, que no estaba ni dentro, ni fuera de ella.

Las relaciones entre la retórica y la moral son inquietantes: es turbadora la facilidad con que el lenguaje se tuerce y no lo es menos que nuestro espíritu acepte tan dócilmente esos juegos perversos. Deberíamos someter el lenguaje a un régimen de pan y agua, si queremos que no se corrompa y nos corrompa. (Lo malo es que régimen-de-pan-y-agúa es una expresión figurada como lo es la corrupción-del-lenguaje-y-sus-contagios.) Hay que destejer (otra metáfora) inclusive las frases más simples averiguar para qué es lo que encierran (más expresiones figuradas) y de qué y cómo están hechas (¿de qué está hecho el lenguaje? y, sobre todo, ¿está hecho o es algo que perpetuamente se está haciendo?). Destejer el tejido verbal; la realidad aparecerá. (Dos metáforas.) ¿La realidad será el reverso del tejido, el reverso de la metáfora - aquello que está del orto lado del lenguaje? (El lenguaje no tiene reverso ni cara ni lados.) Quizá la  realidad también es una metáfora (¿de qué y/o de quién?). Quizá las cosas no son cosas sino palabras: metáforas, palabras de otras cosas. ¿Con quién y de qué hablan las cosas-palabras? (Esta página es un saco de palabras-cosas.) Tal vez, a la manera de las cosas que hablan con ellas mismas en su lenguaje de cosas, el lenguaje no habla de las cosas ni del mundo: habla de sí mismo y consigo mismo. (Thougths of a dry brain in a dry season). Ciertas realidades no se pueden enunciar pero, cito de memoria, “son aquello que se muestra en el lenguaje sin que el lenguaje lo enuncie”. Son aquello que el lenguaje no dice y así dice. (Aquello que se muestra en el lenguaje no es el silencio, que por definición no dice, ni aquello que diría el silencio si hablase,, si dejase de ser silencio, sino…) Aquello que se dice en el lenguaje sin que el lenguaje lo diga, es decir (¿es decir?); aquello que  realmente se dice (aquello que entre una frase y otra, en esa grieta que no es ni silencio ni voz, aparece) es aquello que el lenguaje calla (la fijeza es siempre momentánea)

Por otra parte, ese mantillo surrealista, recogido de primera mano por Paz en el hirviente ambiente del París de postguerra, era el substrato ideal para que en él germinase la influencia del hinduísmo, del oriente en general. Otra cultura, en principio opuesta, refractaria, a la occidental que el escritor conoció también de primera mano, en sus viajes y como embajador de su país, México, en esas tierras. Un modo de pensar cuyo principal objetivo, cuya razón de ser, es abolir toda racionalidad, todo intento por conocer, organizar, gobernar el mundo. Por mostrar al individuo, al ser humano, como corcho a merced de las fuerzas naturales, para las que es, en suma, indiferente. 

Toda actividad, toda gloria, todo combate confluye y se resume en fracaso. Pero sin que esto suponga paradójicamente derrota, sino un extraño triunfo. De la aceptación de la transitoriedad, de su falta de significado, se desprende innegable la posibilidad de un viaje infinito. De interminables variaciones en la percepción y descripción del mismo objeto, sin importan su valor o su importancia.

En definitiva, de convertir cada momento en único, por su misma cualidad de incognoscible, por su misma esencia de irrepetible. 

Por la imposibilidad, en definitiva de agotarlo y comprehenderlo.

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