jueves, 13 de julio de 2017

Excepciones y vías muertas
























Últimamente, cuando pienso en la historia del anime, me da la impresión de que puede resumirse en una lista de ocasiones perdidas, de vías muertas. Incluso obras y directores mayores, como el Akira de Otomo Katsuhiro, las múltiples meditaciones sobre la realidad de Kon Satoshi o las muchas resurrecciones de Oshii Mamoru, al final quedan simplemente como excepciones aisladas. Como modos y maneras que a muchos nos llevaron a enamorarnos del anime, pero que, en realidad, no lo representan. Porque éste, al final, es lo que sus detractores siempre se complacían en ridiculizar: robots gigantes, señoras de sexualidad exagerada, historias de vergonzoso infantilismo.

En ese sentido, Tenshi no Tamago (El huevo del ángel, 1985) sería un ejemplo cumplido de estas obras aparte, incluso malditas. Experimental y hermética hasta la médula, pero con fuertes raíces en el cómic de esa década y la anterior, su propia excepcionalidad la ha tornado casi invisible. Doblemente relegada a un limbo del que no hay escapatoria, puesto que los que no sean aficionados a la animación ni se molestarán en verla, mientras que los otakus no se reconocerán en ella.

Lo mismo sucede con Kanashimi no Belladonna (Belladona de la tristeza) dirigida por  Eiichi Yamamoto en 1973, llegando incluso a reflejarse en la historia de su producción. El estudio que la realizó, Mushi, tuvo un duración muy breve, de apenas una década, y fue una de las muchas aventuras en la que Osamu Tezuka se embarcó durante su larga carrera. De hecho, su producción está marcada por la propia anarquía productiva de Tezuka, siempre saltando de editorial en editorial, comenzando una obra en una publicación, continuándola en otra, modificándola en una tercera, para abandonarla definitivamente. Un ritmo creativo, pleno en desvíos e interrupciones, que torna aún más milagroso el altísimo nivel artístico en el que se movía la obra de este mangaka.

Se podría decir incluso que la caída de Mushi se debió a las exigencias cada vez mayores que se proponía Tezuka en sus producciones, de manera que paulatinamente transitó del cine comercial a la experimentación más audaz. Belladonna es el producto en el que esa transformación se llegó a su cumbre, alcanzó su extremo, de forma que no resulta extraño que fuera la obra que llevase a la clausura del estudio o que ella misma quedase durante décadas en la penumbra. Como curiosidad digna de mención, pero poco más.

Al verla ahora, en una restauración elogiosa es fácil comprender porque la obra desapareció enseguida sin tener casi apenas repercusión. Los creadores de Belladonna, con su director Yamamoto a la cabeza, llevaron el arte de la animación a sus límites infranqueables. Los diseños que utilizaban eran - y son - tan hermosos, tan ricos en detalles, tan complicados en su plasmación que era absolutamente imposible animarlos, a menos que se se quisiese destruirlos.  Belladonna se torna así en una colección de estampas, de extensos recorridos visuales a lo largo de rollos de papel - técnica que sería homenajeada en esta década por Shinbou Akiyuki en Bakemonogatari II -, llegando incluso a renunciar a animar el movimiento de los labios en su pasión por no destruir la belleza del material de partida

Renuncias que no se deben a impericia de los animadores, cuya maestría se observa en ciertas secciones animadas a la perfección en incluso e pequeños cortos dentro de la película,  y que además contribuyen a realzar el carácter de cuento de hadas para adultos, de historia que no tiene miedo a enfrentarse con el sexo y la muerte. Porque si el público se pudo ver rechazado por una película de animación sin animación, lo debió ser incluso más por una obra que se propone radicalmente erótica, sensual hasta el extravío, lasciva hasta el frenesí. Y mezclada con ella, la muerte, la humillación y la tortura como su culminación.

Aspectos que, en una época tan neopuritana como la nuestra, son incluso más chocantes que entonces - algún crítico americano ha tildado a esta obra de retrógada - aún más si se considera la profunda aversión de Belladona por las estructuras de poder y el adoctrinamiento religioso. Sin embargo, estos sentimientos no estaban ni mucho menos fuera de lugar en el mundo de los años setenta, aún intentando recuperarse del impacto de las revoluciones culturales de los 60. Formaban parte del mundo del cómic, aquél que se consideraba como más avanzado, e incluso eran parte irrenunciable del pensamiento de una izquierda que aún no se había tornado pacata y timorata.

Producto por tanto de un tiempo y una época determinados, ya pasados e irrecuperables, pero sin duda mejores que los nuestros.

Sólo por haber podido alumbrar esa maravilla.
























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