viernes, 11 de agosto de 2017

El azar y la necesidad

Der "Blitzkrieg" von 1940 steht also nicht in Zusammenhang mit jener Hitler zugeschriebenen "Blitzkrieg-Strategie". Nach dieser Theorie sollte angeblich das große Ziel der "Westmacht" oder "Weltherrschaft" nicht mehr in einer einzigen totalen Anstrengung wie im ersten Weltkrieg, sondern ettapenweise anhand eines "Steufenplans" durch das Führen kurzer "Blitzkrieg" erreichen werden. Doch Hitler hatte zu diesem Zeitpunkt keinen Krieg gegen die Westmächte geplant - und schon gar keinen "Weltkrieg". Schließlich befand sich die Wehrmacht infolge der Versailler Vertrages noch in Aufbaustadium uns wurde von eigenem Generalstab als nicht "kriegsbereit" eingestuft. Es waren vielmehr Großbritannien und Frankreich, die Hitler nach dem deutschen  Einmarsch in Polen den Krieg erklärten. So hatte der Diktator durch seine gescheiterte Vabanque Politik das Deutsche Reich in eine schwer ausweglose Lage manövriert. Ein Krieg gegen die kräftemäßig überlegenen Westmächte erschien kaum gewinnbar. Da die Zeit langfristig gegen Deutschland arbeitete, gab es eigentlich nur noch die Chance, die Flucht nach vorn anzutreten, alles auf eine Karte zu setzen und der Gegner durch einen Überaschungsangriff zu überrumpeln. Doch gerade vor diesem Wagnis schreckte die deutsche Führung unter der Trauma des im Ersten Weltkriegs gescheiterten Schlieffensplan zurück

Karl.Heinz Frieser, Blitzkrieg-Legende (El mito de la guerra relámpago)

La guerra relámpago de 1940 no está relacionada con una estrategia de guerra relámpago aprobada por Hilter. Según esta teoría el objetivo del poder en occidente o del dominio mundial no debía ser alcanzado con un esfuerzo único y completo como en la Primera Guerra Mundial, sino escalonadamente mediante un plan por etapas siguiendo las directrices de una corta guerra relámpago. Pero Hitler no había planeado en ese tiempo una guerra contra las potencias occidentales, mucho menos una guerra mundial. La Wehrmacht se encontraba aún en proceso de reconstitución tras el tratado de Versalles y era considerada como no apta para el combate por el propio Mando Supremo. Fueron Gran Bretaña y Francia los que declararon la guerra a a Hitler tras la entrada de las tropas alemanas en Polonia. De esa manera, el dictador, con su política fracasada de jugar a la ruleta quien había llevado a Alemania a una situación sin salida. Una guerra contra la superioridad material de las potencias occidentales no parecía que fuera posible ser ganada. Como el tiempo, a largo plazo, jugaba contra Alemania, sólo existía una posibilidad: jugárselo todo a un carta y arrollar al contrario con un ataque por sorpresa. Pero precisamente esa apuesta aterrorizaba al mando alemán, traumatizado por el fracaso del plan Schlieffen en la Primera Guerra Mundial

Dentro de la historia de la Segunda Guerra Mundial, la campaña de Francia de 1940 ocupa un lugar especial, sobre todo si se compara con lo que vino después. Al contrario que la operación Barbarroja y el horror que se desato en el frente del este, genocidios varios incluidos, el ataque alemán contra los aliados occidentales tiene el carácter de una operación "limpia", incluso "caballerosa". Se podría estudiar de un modo objetivo, desapegado, sin tomar partido por un bando o por el otro, incluso con cierta admiración por el lado alemán. En apenas mes y medio, las tropas alemanes consiguieron doblegar al que se consideraba entonces mejor ejército del mundo, el francés. Es más, esa derrota sin paliativos se obró en apenas diez días, los que median entre el 10 de mayo de 1940, comienzo de la ofensiva alemana, y el 20 de ese mes, cuando las divisiones panzer llegan a Abdeville, en la costa del canal, atrapando al cuerpo expedicionario británico y las mejores unidades franceses en la bolsa de Dunquerke.

El secreto de ese éxito, para los contemporáneos y varias generaciones posteriores, se resumía en una sola palabra: Blitzkrieg. La guerra relámpago habría sido concebida por los alemanes como una técnica revolucionaria para romper el bloqueo de la guerra de trincheras al que la potencia de fuego moderna había llevado en la Primera Guerra Mundial. En ese conflicto, las batallas duraban semanas y meses, consistiendo en bombardeos masivos por parte de la artillería seguidos de asaltos igualmente masivos por parte de la infantería, sólo para conquistar unos pocos kilómetros de trincheras y perder decenas de miles de hombres en el intento. La Blitzkrieg, por el contrario, hacía uso de bombardeos quirúrgicos por parte de la aviación contra centros de mando, aeródromos y vías de comunicación, seguidos por la irrupción de masas de blindados que rompían el frente para avanzar cientos de kilómetros hacía la retaguardia y cercar a la infantería del enemigo, aún atrapada en la defensa de las líneas originarias. Luego, sólo había que hacer prisioneros a las unidades desorganizadas y sin suministros que no se hubieran disuelto en ese empuje inicial.

A esa técnica revolucionaria se unían otros dos factores, según el mito creado en aquel entonces y transmitido a las historias de postguerra. Por una parte, la superioridad técnica y bélica de los tanques alemanes, frente a los cuales los aliados no podían oponer medios comparables para detenerlos. Por otra parte, la elaboración de un plan estratégico, el famoso golpe de hoz o Sichelschnitt, que lanzaba el grueso de las fuerzas alemanas contra el gozne entre las tropas francesas desplegadas en la línea Maginot y las unidades móbiles aliadas enviadas para defender Bélgica. Los aliados se habrían visto así inermes ante un enemigo que les superaba en todos los aspectos, frente al que sus recursos y su doctrina de combate eran insuficientes, de manera que su victoria era segura desde el primer día de la campaña. Ese diez de mayo fatídico.

Eso es lo que dice el mito y lo que la mayoría hemos leído en las historias antiguas de la Segunda Guerra Mundial. Sólo que no es cierto, como muy bien demuestra Frieser en el libro que les comenta.

El primer elemento del mito que se muestra falso es el de la superioridad técnica y numérica de los blindados alemanes. La mayoría de sus tanques, los Panzer I y II eran ya obsoletos en el verano de 1940, superados en todos los sentidos por los Matilda ingleses y los Char B franceses. Los únicos carros de combate alemanes modernos, los Panzer III y IV, sólo figuraban en escaso número en las divisiones acorazadas alemanas, sin contar que de ambos, sólo el Panzer IV podía medirse con los mejores tanques aliados. Además, numéricamente, los aliados contaban con muchos más carros de combate que los alemanes, de forma que en principio la balanza estaba a favor suyo, más aún cuando quienes tenían que atacar eran los alemanes, mientras que a los aliados les bastaba con atrincherarse

Lo mismo ocurría en el caso de la aviación, donde los aliados superaban creces los efectivos de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. Sin embargo, cuando se produce el ataque alemán, la superioridad aerea cae casi desde un principio del lado alemán, mientras que las fuerzas aéreas aliadas son diezmadas, especialmente sus unidades de bombardeo. Frieser señala que esta primera victoria alemana, decisiva para el desarrollo de la campaña, no se produce por la fuerza del número, ni siquiera por la excelencia técnica de los aparatos alemanes, que sólo era patente en modelos como el Messerschmidt 109. Lo que ocurre es que los aliados nunca lanzan en masa a sus formaciones aéreas, al contrario que los alemanes, sino que la van utilizando con parsimonia, en pequeñas tandas, lo que la convierte en vulnerable frente al peso de una Luftwaffe movilizada hasta casi el punto de ruptura.

De hecho, la mayor parte de la aviación aliada estaba en retaguardia, incluso cuidadosamente guardada en hangares y almacenes. La mayoría de los mandos aliados pensaban aún en términos de la Primera Guerra Mundial, cuando las batallas se habían extendido a lo largo de meses y habían sido decididas por el agotamiento de los contendientes. De ahí que tendiesen a reservar sus fuerzas y utilizarlas con parsimonia, un error fatal frente a un enemigo que, como indica Fresier, se lo jugaba todo a una carta. Esta diferencia de pensamiento, además, es el auténtico factor que acabó por decidir la batalla. Los oficiales y suboficiales alemanes habían sido entrenados a aprovechar las oportunidades, jugar al contraataque y aprovechar la velocidad y la sorpresa, sin detenerse a consultar con sus mandos, mientras que los franceses prácticamente pedían autorización para cualquier movimiento, para luego aplicarlo con una prudencia casi rayana en la pusilanimidad.

De esa manera, mientras que los alemanes reaccionaban ante lo imprevisto en pocas decenas de minutos, los franceses podían tardas horas, incluso hasta medio día. Esta lentitud resultó crucial en lo que puede ser el momento decisivo de la campaña, el día entero que media entre el cruce del Mosa por las tropas de asalto alemana y el paso de los primeros tanques alemanes por los puentes de campaña construidos la noche anterior. Esa noche precisamente, los alemanes apenas tenían unas pocas unidades de infantería repartidas por la cabeza de puente, agotadas y debilitadas, mientras que unas pocas decenas de kilómetros al sur los franceses contaban con una divisón blindada al completo. Esa unidad, si se hubiera movido con decisión, podría haber barrido a la infantería alemana, pero reaccionó y avanzo con lentitud pasmosa. Cuando al final llegó al campo de batalla, los tanques alemanes ya se habían desplegado, tomando las posiciones estratégicas.

Sin embargo esa audacia del ejército alemán se limitaba a los escalones superiores y a un grupo de oficiales jóvenes, como Guderian, al mando de las divisiones acorazadas. El alto mando alemán y los generales de los ejércitos, como Von Rundstedt o Von Kluge, eran tan presas del síndrome de la primera guerra mundial como sus oponentes franceses. De hecho, una y otra vez, ante el avance vertiginoso de sus columnas blindadas, que les parecía que conducía a una emboscada, ordenaron detenerlo una y otra vez. Cualquiera de esas pausas, lo sabemos ahora, habría sido catastrófica, puesto que habría dado tiempo al mando francés, para evaluar la situación, preparar una defensa y evacuar a sus tropas de la trampa de Bélgica. Si no ocurrió así fue porque la propia evolución bélica, unida a la política de hechos consumados de los comandantes sobre el terreno, como Rommel, obligaba a levantar esas prohibiciones para no poner en peligro la campaña entera.

Esta oposición entre alto mando y comandantes subalternos demuestra que no hubo un plan maestro en el que el ejército alemán funcionase como una máquina de relojería, siguiendo las pautas teóricas de una Blitzktrieg largo tiempo ensayada. De hecho, nos dice Freiser, el concepto de la guerra relámpago surgió de esta campaña y sólo se aplicaría de forma consciente en la operación Barbarroja. En la batalla de Francia, la victoria fue producto de la casualidad y sólo el éxito llevó a la consagración de un método que nunca había sido reglamentado como tal. Un éxito que se debió a  tres factores cuya conjunción no se había previsto de antemano. La instrucción, como les decía, de las unidades alemanas para actuar de manera independiente sin esperar órdenes. La insubordinación de los oficiales jóvenes, que desobedecieron las órdenes de sus mandos en busca de gloria, como ocurrió con Rommel. Y finalmente, el cambio del centro de gravedad de la campaña, de una invasión de Bélgica que sólo habría llevado a chocar con el grueso de las fuerzas aliadas, a un golpe preciso contra el gozne central del ejército francés.

Cambio de planes que, de nuevo, no fue un logro de la organización alemana. Muy al contrario, tuvo su origen en un oficial también joven, el luego famoso Manstein, quien fue represaliado por esa audacia, pero que gracias a intrigas y tejemanejes, tuvo la oportunidad de comunicar sus ideas al mismísimo Hitler, quien luego, por desprecio a sus generales, hizo todo lo posible por que se aplicase ese plan. El único que le ofrecía la victoria rápida y cataclísmica que necesitaba. La única que podía salvar su dictadura.



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