miércoles, 30 de agosto de 2017

Ven y mira (y X)





























En otras entradas de esta serie les había indicado ya el gran problema que subyace a toda imagen documental de tiempos de la Segunda guerra mundial y el Nazismo. Provenga de donde provenga, de los aliados o del régimen nazi, de las democracias o de los totalitarismos, las películas documentales de las que disponemos tienen siempre una intencionalidad propagandística. Todas ellas utilizan la supuesta verdad de la realidad fotografiada para hacer avanzar sus propios intereses, ocultando los elementos discordantes, subrayando los que confirmen la tesis que se presenta. Este mensaje, además, era potenciado con la utilización de las técnicas cinematográficas de montaje y encuadre desarrolladas durante el mudo, por parte del expresionismo y la vanguardia rusa.

Si bien en muchos casos se puede rastrear la auténtica verdad, ya que contamos con la visión de ambos contendientes, la situación se enturbia en el caso del holocausto. La mayoría de las imágenes con las que contamos proceden, precisamente, de la propia propaganda nazi, como ocurría con el film  sobre el ghetto de Varsovia que les comentaba unas entradas atrás. En estos casos, queda la duda de si el uso de estas imágenes documentales no supone, de manera inconsciente y subliminal, una contribución a la propagación de esas ideologías racistas. La cuestión es tan imperiosa, tan central al estudio del periodo, que cineastas como Lanzmann renunciaron a utilizar cualquier documento fílmico de la época, por miedo a manchar su obra con las mentiras nazis.

En el caso de Swastika, película de 1973 dirigida por Philippe Mora, nos movemos al extremo opuesto. El director, junto con el productor David Puttnam, tomó una decisión muy arriesgada. Primero, utilizar sólo material propagandístico nazi en la composición de la película, elegido además de lo que podrían llamarse los "tiempos felices" del nazismo, esos años antes del conflicto mundial, de 1933 a 1939, en los que para muchos, dentro y fuera de Alemania, Hitler y su partido eran la solución para los problemas de Occidente. En segundo lugar, de manera crucial, Mora y Puttnam renunciaron a comentar de las imágenes. Éstas se presentan desnudas, tal y como los espectadores de la época las contemplaron, casi como las mentes del ministerio de propaganda nazi querían que se viesen.

Esta falta de instrucciones de uso sobre cómo debía verse el documental provocó un escándalo en su época, casi prefigurando las absurdas cazas de brujas ideológicas de nuestro presente, ésas tan habituales tanto en twitter como en los medios de comunicación. Enfrentados a las imágenes del nazismo, al bombardeo mediático al que los alemanes fueron sometidos durante seis años - explicación parcial del fanatismo con que combatieron por el nazismo durante la guerra - muchos espectadores no supieron que postura tomar y eligieron el camino directo, pero no menos equivocado: suponer que lo que estaban viendo era una glorificación del fascismo. El estreno del film en Francia se saldó con incidentes como el robo de la película de la sala de proyección y un pase tumultuoso en el mismísimo festival de Cannes, mientras que en Alemania permaneció prohibida durante más de tres décadas.

¿Era para tanto? El problema fundamental, subrayado por Mora con su silencio premeditado, es que los Nazis eran maestros de la propaganda. Las imágenes de las ciudades engalanadas con los pendones de la esvástica, las multitudes en éxtasis ante el paso del Führer, los inmensos desfiles y concentraciones del partido, siguen seduciéndonos, casi convenciéndonos, sea cual sea nuestro posicionamiento político. En esas manifestaciones masivas hay algo irracional, primitivo, que aún yace en lo más profundo de nuestra naturaleza, siempre dispuesto a manifestarse, a barrer de un plumazo todas las capas de civilización con los que creemos estar protegidos, para reclamar su supremacía. Tal y como ser decía en el documental The World at War, en palabras de un resistente antinazi infiltrado en el partido: "Ante esas manifestaciones, sentí pesadumbre por no poder creer y unirme a ellos". Es esa fascinación ante el horror, ante lo que creíamos considerar repulsivo, lo que justifica en parte esas reacciones airadas y desproporcionadas. 

Por otra parte, Swastika muestra también de forma descarnada los aspectos ridículos del movimiento y de su lider, especialmente en el terreno artístico. El arte nazi, con su repulsa de la modernidad y su intento por revitalizar una antigüedad idealizada, nunca pasó de ser un neoclasicismo hortera. Su pasión por lo colosal y la grandilocuencia terminan por astragar, por confluir en la parodia involuntaria, ante tanto cuerpo perfecto en ademanes grandiosos. Su gigantismo es más propio del kistsch, del jarrón demasiado grande para un salón burgués, que de un arte realmente vivo y sentido, aunque de vez en cuando se trasluzcan en el pequeñas trazas de los logros de la vanguardia.

Esa atmósfera burguesa - pequeño burguesa, de hecho, de tendero convertido en nuevo rico - es quizás el elemento realmente sorprendente del documental. Estamos aconstumbrados a concebir el Nazismo como una potencia demoniaca,  a su líder como la encarnación del mal. Lo que vemos aquí, en las películas caseras rodadas por Eva Braun, su amante, es alguien indistinguible de un veraneante que no sabe qué hacer con su tiempo libre, aparte de aburrirse. Una persona que desprovista de toda la fanfarría y el aparato propagandístico de mitines y desfiles no es más que una nulidad. Mejor dicho, una mediocridad igual a tantas otras, encarnación perfecta no de ningún espíritu diabólico, sino de esa "banalidad del mal" que definiera y describiera Hanna Arendt durante el juicio de Adolf Eichmann.

Ese funcionario gris, dedicado y concienzudo, que se convirtió en el artífice principal del Holocausto.

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