martes, 15 de agosto de 2017

Ven y mira (VIII)





























Resulta curioso que me halle revisando un film como Le Chagrin et la Pitie (El pesar y la piedad, 1969) de Marcel Ophuls, justo cuando el fascismo y el nazismo vuelven a ocupar un lugar en el espacio político occidental, entre la connivencia, la pusilanimidad y la disculpa de nuestros guardianes sociales e ideológicos, tan dispuestos a saltar a la mínima en otras ocasiones. Porque Le Chagrin trata precisamente de eso, de como amplios sectores de una sociedad democrática como la francesa no tuvieron reparos en colaborar con el régimen nazi durante la ocupación militar del país, de 1940 a 1944. Unos por convencimiento ideológico, otros por instinto de supervivencia, muchos por mero oportunismo, los más porque el orden y la autoridad deben ser respetados a cualquier precio, sin importar quién y cómo los impone. Aunque sea a costa de perder la propia integridad y haya que aceptar que se cometan las mayores atrocidades en nombre propio.

Lo terrible, en nuestra actualidad y en el pasado de la Francia ocupada, no son las hordas de manifestantes que marchan enarbolando banderas nazis, brazo en alto y cantando himnos racistas. El auténtico problema es todos los que callan y callaron, los que toleran y toleraron, los que permiten y permitieron hacer a los extremistas. Peor aún, aquellos que por una razón u otra creyeron que estaba en su mano contemporizar, negociar con los intolerantes, considerar sus acciones como chiquilladas. Meciéndose en la ilusión de poder moderarles, de traerles por el buen camino, como los jóvenes de buena familia que eran.

Desgraciadamente, todo aquel que intenta engañar al diablo acaba perdiendo. Estos hombres de derecha moderada, entonces y ahora, no consiguieron domesticar a los radicales. Muy al contrario, acabaron danzando a su son. Primero, renunciando a los fundamentos de la democracia y la libertad, ya que se habían demostrado inútiles para combatir la subversión del otro extremo del espectro. Para estos derechistas que se fingían centristas, esa suspensión de los derechos fundamentales era una mera medida temporal, que podría levantarse en cuanto el orden social se hubiera restablecido. Desgraciadamente, para ellos y para nosotros, no se dieron cuenta de que estaban inmersos en una revolución de signo contrario. Una toma del poder por parte de la derecha radical que pronto  acabaría por desbordarles, relegándoles a la irrelevancia, cuando no a las represalías y la prisión.

Digo no se dieron cuenta, pero en realidad debería decir que no quisieron darse cuenta. E incluso esta afirmación supondría ser compasivo con esta derecha tradicional y de orden. Porque si bien es cierto que buena parte de estos sectores se vieron presos de una dinámica incontrolable e incluso algunos pasaron a formar parte de la resistencia antinazi, no es menos verdad que la inmensa mayoría se sintió a sus anchas con la nueva situación, con la la represión que se dirigía contra sus antiguos enemigos políticos. Cuando nazis y fascistas se quitaron la careta, cuando la dictadura se afianzó, no levantaron la voz en su contra, ni siquiera se retiraron a un exilio interior que al menos les librase de ser partícipes de la ignominia. Muy al contrario, se convirtieron en propagandistas voluntarios, se pusieron al servicio de los nuevos amos, ellos, su talento y sus recursos. Como buenos lacayos, jamás se negaron a obedecer una orden de sus señores. Es más, incluso tomaron la iniciativa y se adelantaron a los deseos de los ocupantes.

Por supuesto nada es blanco y negro, todo es matizable, pero siempre hay que mantener la perspectiva. No se puede juzgar de la misma manera a aquél, que por error o inocencia, aceptó colaborar con el invasor, frente a los que utilizaron el nuevo estado de cosas para hacer avanzar sus intereses. No es lo mismo el joven de 16 años que sigue hasta las últimas consecuencias las ideas en las que ha sido educado, como el miembro de la división SS francesa "Charlemagene" al que Ophuls entrevista, que aquellos que denunciaron a sus vecinos para quedarse con sus tierras o que se ufanaban de no ser judíos para continuar haciendo pingues negocios en la nueva sociedad "aria". De la misma manera, ni es igual la culpa de un ciudadano sin nombre que busque sobrevivir, en medio de la penuria y la arbitrariedad, que la de aquel que creó las leyes discriminatorias, dio las órdenes represivas y veló por que se cumpliesen. En un caso pueden buscarse atenuantes, en otro caso no hay ninguno que valga.

Y son precisamente estos últimos, excepto las excepciones más flagrantes, los que luego prosperaron tras la derrota del nazismo. Precisamente aquellos que crearon y propagaron el mito de la Francia resistente, por entero y desde el primer instante. O los mismos que justificaron a posteriori las medidas más inhumanas, como la deportación de los judíos franceses, como medio de salvar a algunos, los más, sacrificando a otros, los menos. Convirtiendo su acto de cobardía en heroísmo inspirado, aunque, como bien demuestra Ophuls en la secuencia que abre esta entrada, sólo lo hiciesen para salvar su piel, entregando al verdugo primero a los refugiados judíos extranjeros, luego a los mismos franceses, tras arrebatarles su nacionalidad. Hasta que no hubiese quedado ninguno.

Mientras que los auténticos resistentes, los que se habían dejado la piel, incluso la vida, en el combate contra el nazismo, quedaban relegados a la penumbra. Molestos e incómodos, puesto que su mera presencia recordaba las bajezas de los que había colaborado sin reparos ni remordimientos.




















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