sábado, 7 de octubre de 2017

De vuelta en la España negra


La exposición Zuloaga en el París de la Belle Epoque, que se acaba de abrir en la Fundación Mapfre, sólo tiene un defecto. En mi opinión, si se quitasen unos pocos de los cuadros de Zuloaga, fácilmente se  podría hacerla por otra que se titulase: Arte en el Paris de 1900.  Más que un ilustración de la obra del pintor vasco,  artista enamorado de Castilla, como tantos periféricos de la generación 98, lo que se nos muestra es un corte transversal del arte en Francia justo antes de que se produjera el estallido de la vanguardias, con Fauvismo y Cubismo a la vuelta de la esquina. Un momento en que las convulsiones estéticas de la década de 1880, puntillismo, simbolismos varios, y tantos otros heraldos de la modernidad, se habían aquietado y acomodado un tanto; mientras que los tres grandes pintira que ahora recordamos como imprescindibles, Gaugin, van Gogh y Cezanne, no pasaban de ser considerados como excéntrico, loco y misántropo, respectivamente.

Zuloaga, a pesar de que su obra artística florece precisamente en esa raya del 1900, nunca va a llegar a formar parte de las vanguardias. Se puede decir que se quedó anticuado, cultivando un realismo sereno, preciso y equilibrado del que abjurarían sus coétanos más jóvenes... y del que se había apartado la pintura francesa desde los impresionistas, fuera de pompiers y artistas del Salon. No obstante, el estilo de Zuloaga es único y original, muy lejano de las formas relamidas de los pintores que se limitaban a copiar los esplendores del clasicismo francés. Diametralmente opuesto,  a su vez, al impresionismo respetable que practicaba Sorolla y que tanto predicamento tiene en nuestra época, de contrarrevoluciones estéticas y políticas. Más cercano asímismo a Gutierrez Solana, aunque le falte la mordiente caústica que es inseparable del estilo de este otro artista, al que se puede clasificar en un expresionismo hispano.


No obstante, en la línea de Solana, los cuadros de Zuloaga suelen - mejor dicho, me suelen - provocar desasosiego. A este pintor lo descubrí en la prehistoria de mi afición por el arte, cuando mi profesor de historia por aquel entonces nos envió al MEAC, el antecesor del MNCARS, para hacer un trabajo sobre las obras expuestas. Aún no había visto la serie The Shock of the New de Robert Hughes, que supuso un cambio fundamental en mi manera de apreciar el arte, así que Zuloaga sólo me interesaba porque representaba objetos y personas reconocibles, al contrario del resto, claro síntoma de la decadencia estética que aquejaba al siglo XX. Mucho ha llovido desde entonces, mucho ha cambio mi escala de valores pictóricos, pero a pesar de todo sigo teniéndole cariño a este pintor, cuya obra me resulta muy difícil no admirar.

Por ese desasosiego que les citaba.


¿Pero a qué se debe ese desasosiego? Parte tiene su origen en que hay algo que no me cuadra en su pintura.  Es claramente un pintor realista, que intenta representar de forma cabal el mundo de su tiempo, pero en su obra introduce distorsiones que impiden evocar la serenidad - la felicidad - tan propia de otros pintores coetáneos. O por decirlo de otra manera, su invocación de los clásicos no sigue las vías de Velázquez y de Goya, tan dados a la creación de ilusiones pictóricas y tan de moda en ese ambiente finisecular, sino la de Zurbarán, en lo que coincide con los cubistas. Zuloaga es por tanto de aquellos pintores que aún no han largado las amarras del detallismo flamenco, estilo que aún nos asombra por su obsesión con reproducir todo, hasta los elementos más nímios.

De esa manera, su pintura es una pintura basada en el dibujo, que llega incluso a subrayar los contornos de las formas. Casi como si fuera un dibujante de cómic que entintase primero y luego colorease los interiores. Por otra parte, su paleta es especialmente reducida, sin permitirse casi nunca los azules, ni mucho menos los colores vivos. Su luz es cenicienta, procedente de cielos permanentemente encapotados, donde incluso el azul es triste, de día gris de invierno en los que el sol apenas llega a alzarse un poco sobre el horizonte. Paisajes que, además, tienen algo de artificial, de decorado teatral, sobre el que los personajes se disponen como sobre un escenario.

Esa manera es también una herencia de la pintura barroca. Cuadros como Las Lanzas de Velázquez, siemrpe me había resultado chocantes, sin que llegase a comprender los elogios que se hacían a la perspectiva y al paisaje en ellos representados. La razón, como llegué a saber más tarde, es que esos cuadros no plasmaban el suceso real, tal como pudiera ser imaginado, sino su representación teatral, tal como se presenció. Lo que había detrás de los personajes era un telón pintado, que figuraba el paisaje donde habían tenido los hechos originales. De ahí esa apariencia de bidimensionalidad que me hacía sentirlo como falso. Lo mismo ocurre en Zuloaga, sólo que este pintor va un paso más, en el sentido de subrayar esa teatralidad.

Sus personajes, con mucha frecuencia, se asemejan a estatuas. Se muestran rígidos, inexpresivos, como si la inmovilidad necesaria para posar hubiera concluido por petrificarlos. No sólo eso, sino que aparecen ensimismados, hieráticos, pétreos y monumentales. Ninguno de ellos se relaciona con los otros, ni les dirige la palabra, ni busca el contacto físico o siquiera cruzar unas miradas. Permanecen aislados los unos de los otros, ausentes e indiferentes. Tanto, casi podría decirse que es posible borrarlos, uno por uno, sin que la pintura sufra en lo más mínimo. 

Como si fueran restos de un pasado ya desaparecido y olvidado, fantasmas a punto de desvanecerse con la llegada del día. Como si esa España tradicional , apolillada y polvorienta, atrasada y supersticiosa, ya no perteneciera al mundo del que forma parte, ni pudiera aportarle nada de provecho.


Y por si se lo preguntaban, sí, el título va con segundas.

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