jueves, 12 de octubre de 2017

Los límites del conocimiento

El teorema de Gödel aparece como proposición VI de un artículo suyo "Sobre proposiciones formalmente indecibles en los Principia Mathematica y sistemas análogos, I" (1931), y dice así
A cada clase k w-consistente y recursiva de formulae corresponden signos de clase r recursivos, de tal modo que ni v Gen r ni Neg (v Gen r) pertenecen a Flg (k) (donde v es la variante  libre de r)
En realidad el artículo se redactó en alemán, y quizás el lector siente que sigue estando en alemán. He aquí, pues, una paráfrasis en español más normal:
Toda formulación axiomática de teoría de los números incluye proposiciones indecibles.
Tal es la perla.

Douglas R. Höfstadter, Gödel, Escher, Bach, Un eterno y grácil bucle.

De la reciente exposición dedicada a Escher en el palacio de Lliria, me llevé un tesoro inesperado. No es una reproducción de uno de los grabados de ese artista, tampoco el catálogo de la muestra, sino un libro de 800 páginas, el arriba citado, que trata de matemáticas. Y además en su versión dura, pretendiendo que el lector tenga la inteligencia suficiente para seguir sus demostraciones y razonamientos. Un reto que ya por sí es exigente, pero al que se une otra demanda casi imposible de satisfacer en el remolino que es nuestra época: tiempo para entender, pensar y resolver problemas que no son triviales. En cuya dificultad estriba, precisamente, su encanto.

Supongo que a nadie le sorprende que matemáticas y Escher vayan de la mano. La casi totalidad de los grabados de Escher, al menos los que han pasado a formar parte de la memoria colectiva, ilustran conceptos y problemas matemáticos. Son estos últimos, los matemáticos, lo que mejor pueden explicar y apreciar una obra artística que es eminentemente cerebral, abstracta y fría, pero que aún así atrae y fascina. Por ilustrar mundos imposibles, se podría aventurar. Tampoco debe resultar extraño que a Escher se añada Bach, gigante de la música occidental. Un músico cuyas composiciones son complejos ejercicios de arquitectura sonora - Bernstein hablaba de mecano -, en donde el ensamblaje, los retos técnicos, la perfección abstracta, parecen ser su única motivación; abocando así a un goce, de nuevo, meramente cerebral. En apariencia, porque todo oyente medianamente formado sabe, por experiencia, lo embriagadora y gozosa que resulta la audición de casi cualquier pieza de Bach. En ocasiones, con efectos rayanos al éxtasis, sea espiritual o corpóreo, artificial o natural.

El punto discordante en esta comparación a tres términos sería Gödel, pero simplemente por desconocimiento. Este matemático es, de nuevo, un gigante de esa disciplina el siglo XX. Y lo es, casi en exclusiva, por el teorema enunciado en la cita que abre esta entrada. Una proposición en apariencia ilegible e incompresible, que cuando se intenta transcribir parece obvia, inocente, inofensiva. En realidad fue un terremoto que derrumbó las seguridades del pensamiento científico y nos adentró en un mundo nuevo, casi en una metafísica renovada. Como ocurrió con la relatividad y la cuántica coetáneas

¿Y eso por qué?

La matemática del siglo XIX, como la física de ese mismo siglo, se caracterizaba por su optimismo. Si la física creía, equivocadamente, que todo estaba ya descubierto y que sólo quedaba depurar y pulir lo aprendido, la matemática aspiraba a crear la máquina automática del conocimiento. Su objetivo, tal y como lo propuso David Hilbert, consistía definir un sistema formal, completo y coherente, de axiomas y reglas matemáticas, cuya aplicación permitiese, por deducción, hacer avanzar el conocimiento matemático hasta agotar y resolver todos los problemas posibles.

Este objetivo, un reto ingente, consumió gran parte de la vida de Hilbert y de los matemáticos de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, pronto aparecieron signos de que la aplicación consistente de este sistema de reglas popuesto podía llevar a contradicciones irresolubles. Un ejemplo famoso es la paradoja propuesta por Bertrand Russel: el conjunto de los conjuntos que no se contienen a sí mismos, que era, al mismo tiempo, existente e inexistente. Sin embargo, esta excepción, como tal excepción, podía ser resuelta con una reformulación del sistema formal originario que salvase ese escollo. Aquí es donde entró Gödel, cuyo teorema demostró que el plan de Hilbert era irrealizable.

Lo que vino a demostrar Gödel es que no importa como definamos nuestro sistema formal, ni cuantas precauciones tomemos, ni cuantas veces lo reformemos. Siempre habrá un teorema que no podrá ser demostrado con la sintaxis y la gramática de ese sistema. Uno al menos que conozcamos, lo que no quiere decir que no existan otros, y que Gödel definió de manera que es posible poder aplicarlo y encontrarlo en cualquier sistema formal. Esto implica, primero, que aunque definamos un nuevo sistema formal que incluya la paradoja de Gödel en su seno y la torne demostrable, en ese sistema ampliado se generará de manera inmediata un nuevo postulado indemostrable, pero formulable. Y si incluyéramos éste en otro sistema ampliado, surgiría uno nuevo, y así sucesivamente en una cadena infinita de recursiones.

Dicho así, la cuestión sigue siendo un tanto abstracta, incluso trivial e inofensiva. Si la dejamos ahí, claro. Porque lo que Gödel viene a concluir es algo que la física del siglo XX, especialmente en su versión cuántica, había descubierto simultáneamente. Hay, nos guste o no, regiones del conocimiento que permanecerán cerradas para siempre, opacas. Al igual que el principio de incertidumbre de Heisenberg nos indica que hay magnitudes entrelazadas, como la posición y la cantidad de movimiento, que no podemos medir al mismo tiempo con idéntica precisión, Gödel apunta a que hay teoremas de los que no podremos determinar si son verdaderos o falsos. Al menos con nuestras herramientas, sean estas las fórmulas matemáticas o nuestra estructura cerebral, ya que esa demostración está fuera de nuestras posibilidades. O dicho de otra manera, de las posibilidades de nuestros modos de razonamiento y expresión.

Es una conclusión es, en parte, aterradora, pero por otra parte lógica. La historia de la ciencia moderna, desde su fundación en el siglo XVII, puede considerarse como un esfuerzo continuo por eliminar la ilusión de que el hombre es especial, desde lo absurdo de su lugar privilegiado en el universo, pasando por lo ingenuo que es creer haber sido creado con un objetivo especial por una divinidad externa, hasta, ahora, lo irracional que es creer que nuestras posibilidades de conocimiento son ilimitadas. Idea ésta última, por cierto, muy propia de mi amado Stanislav Lem, y que puede que ahora mismo se haya vuelto realidad. Porque, como sabrán, uno de los resultados más incómodos para la física actual es la Teoría de Cuerdas. Un marco explicativo que podría servir de esa Teoría del Todo tan ansiada, pero que, desgraciadamente, no se puede demostrar con experimentos físicos... o al menos estos no han podido ser definidos.

Quizás, aunque sea de forma negativa, hayamos cumplido el sueño de los físicos del XIX, completar el conocimiento, aunque sea de forma incompleta. Dejando en la obscuridad insondable, para siempre, amplias áreas de conocimiento sobre las que sólo podemos conjeturar.

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