jueves, 9 de noviembre de 2017

La cámara como arma de combate (y IV)




































Cuando ví Come back, Africa (Vuelve, África. 1959) de Lionel Rogosin, que ya les comenté hace unas semanas, me llamó poderosamente la atención una mujer joven que apenas aparecía en un par de escenas. En concreto, durante una reunión de los amigos del protagonista, ella entraba y, sin necesitar justificación, comenzaba a cantar. Con esa voz poderosa de las cantantes de raza, capaz de arrebatar a sus oyentes, y que puede llegar incluso a doler, a desgarrarte en los más hondo, cuando te pilla en el momento preciso, sea éste bueno o malo. Luego, viendo los documentales que acompañaban al filme, supe que esta mujer se llamaba Mariam Makeba, que había sido una de las grandes personalidades de la música africana, tanto por su talento artísitico como por su compromiso politico por su raza y contra el Apartheid. De hecho, su carrera internacional era fruto del documental de Rogosin, ya que éste movió cielo y tierra para sacarla de Sudáfrica y que asistiera a la premier de la película en el festival de Venecia.

Si les cuento esto, no es por el cotilleo, ni por la posible novela rosa, aunque hay indicios de que algo hubo entre Rogosin y Makeba, relación que no acabó precisamente bien y sobre la que ambos callaron el resto de sus vidas. Su importancia radica más bien en que muestra a las claras un rasgo fundamental del cine y del carácter de Rogosin: su fascinación, rayana en el enamoramiento, por la negritud, si me permiten usar esta palabra. El propio director confesó, ya anciano, que Come Back, Africa había sido la obra de su vida, que todo lo que hizo con anterioridad, como la magnífica On the Bowery (1956) no fueron otra cosa cosa que ensayos generales, necesario entrenamiento y aprendizaje, para esa su obra mayor.

Ese amor por la negritud es palpable en Black Root (Raíces negras, 1970), mediometraje que inagura la segunda época de la filmografía de Rogosin, tras un hiato creativo a finales de los sesenta. Ya que, aunque  Good Times, Wonderful Times (Buenos tiempos, magníficos tiempos, 1965) fue un otro gran éxito, no consiguió encontrar financiación para filmes de igual exasperación política. Una sequía que podría parecer le dejo secuelas, puesto que Black Roots aparenta ser menos comprometida políticamente, más calma y serena, que Come Back, Africa. Podría pensarse que se limita a registrar, con cierta ligereza y superficialidad, sin permitirse florituras ni aspavientos, una sesión musical entre diferentes cantantes negros, durante la cual, entre canción y canción, se narran entre sí fragmentos de sus vidas. Sin embargo, estos artistas, no son cantantes en el sentido habitual, al servicio de una productora , meros altavoces de un repertorio prepararado para un público genérico. Es otro concepto, uno para el que el español moderno no tiene traducción, y que se halla entre el de cantaautor y trovador. El de alguien que es la memoria viva de su gente, de su comunidad y raza, a la que sirve de voz y de elemento de identificación.

Así, en esas canciones, en las narraciones que estos cantantes se intercambian, se habla de lo que supone ser negro en una sociedad fundamentalmente racista. De las múltiples humillaciones y violencias cotidianas, voluntarias e involuntarias, explícitas e implícitas, de los intentos soterrados de resistencia y de rebelión contra la discriminación y la opresión. Del orgullo de ser negro, en definitiva, último bastión frente a la agresión de un mundo y una sociedad construidos por y para los blancos. Sentimiento inquebrantable, inconquistable,  del valor propio, de la propia importancia, que se acentúa cuando se repara en que éstos artistas no son sólo símbolos identitarios, sino activistas políticos, combatientes por la libertad en una América desgarrada por la lucha por los derechos civiles de la población negra. Hecho fundamental que es subrayado por Rogosin al incluir, aquí y allá en este filme, fragmentos de una entrevista con Flo Kennedy, activista señera en la lucha por la igualdad racial y el feminismo.

Vertiente política que es, como ya sabrán de estas notas, característica de Rogosin, cineasta que definió su cámara como arma en la lucha contra el fascismo, pero que en esta ocasión se muestra de manera muy distinta a sus otras películas. No en la descripción visual de las calamidades y miserias de sus protagonistas, sino en la búsqueda de una cercanía propia de amigos íntimos, como si nosotros, los espectadores, hubiéramos sido invitados a esa velada y nos fuera también a llegar el turno de intercambiar confidencias, de arrancarnos con una canción. De esa manera, la cámara se mantiene cerca de las personas que fotografía, atenta a sus rostros y sus manos, a sus ademanes y expresiones, a sus cambios de humor, al modo en que sus gestos ilustran sus narraciones, su cantares.

De manera que lleguemos a olvidar la raza, que sólo nos quede el ser humano, indisitinguible de nosotros mismos. Pero también, para que alcancemos a comprender, a gustar y a disfrutar, la belleza de toda una otra raza. Con la misma pasión y abandono que el propio Rogosin, quien intercala, entre canción y canción, entre confidencia y confidencia, entre alegato político y alegato político, largas secciones en las que su cámara observa, con el mayor cariño y atención, a personas de raza negra en sus ambientes cotidianos. Resaltando su variedad, su alegría, su humanidad.

Pero no sólo observándolas, sino haciéndoles partícipes de este acto del rodaje. Porque no es la mirada de una cámara que sorprende a una persona, sin que ésta lo sepa o para capturar su sorpresa al  descubrirse espiada. Es una mirada que se sabe mirada a su vez, que espera una respuesta a su acción, su intromisión, que busca complicidad e intimidad.

Romper las barreras, en definitiva. Ésas que sólo existen en nuestras mentes.

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