miércoles, 3 de enero de 2018

Belleza, sensibilidad, arrebato

The only reason I learnt to love Bout's picture is that a student of mine name Rasa once copied it. She set out her easel right in front of the painting, and despite the distracting crowds she kept coming back, week after week, slowly perfecting her copy. She helped me to see the picture in minute detail. 
We studied the uneven textures of the Madonna's middle-aged skin, the faint shine of her unpolished nails, and even we looked at the dirt lodged beneath them. We discussed the mistakes Bouts made in the length of three fingers (at first they were not long enough, so he stretched them a little, making a row of double fingertips). Rasa visited the museum once or twice a week for fiteen weeks, and at the end of that time we both had a sense that we knew the figure in the painting. Toward the beginning, Rasa's copy was a blurred version of the original, with a brilliant gold leaf underground. As the weeks went, she gave the skin color and depth, and clothed the naked head in its heavy, bluish cape and starched white veils. Toward the end she painted the little wrinkles on the back of the Madonna's hand and around her eyes, and put the tiny folds to her clothing. She glazed the gold leaf with soot-colored pigment to simulate the effects of five centuries of tarnish. And finally, as the last touch - the essential moment, when the picture came to life - she painted in the tears. They are round, full tears, carefully measured out, each one lit by a little reflection from a small window.

James Elkin, Pictures & tears

El único motivo que me llevó a aprender a amar esa pintura de Bouts fue que un estudiante mío, de nombre Rasa, la copió una vez. Ella dispuso su caballete justo frente a la pintura y, a pesar de la distracción producida por las multitudes, continuó volviendo allí, semana tras semana, perfeccionando lentamente su copia. Ella me ayudó a ver esa pintura hasta en sus detalles más diminutos.
Estudiamos las texturas desiguales de la piel madura de la Madonna, el brillo difuso de sus uñas sin pintar e incluso miramos a la suciedad atrapada bajo ellas. Comentamos los errores que Bouts cometió en la longitud de tres dedos (al principio no eran lo bastante largos, así que los estiró un poco, creando una doble hilera de yemas). Rasa visitaba el museo una o dos veces por semana, en un periodo de quince, y al final tuvimos la impresión de conocer la figura en la pintura. Al comienzo, la copia de Rasa era una versión borrosa del original, sobre  un fondo brillante de pan de oro. Según avanzaban las semanas, le aplicó el color y la profundidad de la piel, y vistió la cabeza desnuda con la gruesa toca azulada y los velos blancos almidonados. Al final, pinto las pequeñas arrugas en las manos de la Madona y en sus ojos, junto con los diminutos pliegues de sus ropaje. Y finalmente, como último toque - el momento de la verdad, cuando la pintura cobraba vida - pintó las lágrimas. Son redondas, completas, cuidadosamente medidas, cada uno iluminada por el pequeño reflejo de un ventanuco.

En las últimas semanas del 2017 he estado leyendo un libro que me ha impresionado profundamente, el Cuadros y lágrimas (Pictures & Tears) del historiador de arte James Elkins. El problema que plantea es muy sencillo: ¿Por qué la pintura ya no nos emociona? ¿Por qué, al contrario que la música, la literatura o el cine, no consideramos que llorar ante un cuadro sea una una respuesta válida, aunque quizás extremada? ¿Por qué el goce del arte, tal y como nos inculcan los historiadores y se nos imparte en los museos, se reduce a aprender datos áridos sobre el contexto en el que esa obra se ha creado? Frente a este distanciamiento forzoso de la obra de arte, el libro de Elkins busca resaltar el fenómeno contrario, el testimonio de aquellas personas de nuestro tiempo que se han sentido arrebatadas por una pintura, hasta el extremo de romper a llorar. Como si esa obra fuera una persona real y pudiese afectarnos en nuestras vidas... o conmovernos con su destino.

Como pueden imaginarse, esa reacción es considerada habitualmente como casi un signo seguro de desequilibrio mental. Tanto es así, que el propio Elkins tuvo problemas para reunir esos testimonios e incluso algunos de sus confidentes pidieron no ser identificados. Otros, sin embargo, lo tomaron como un deber, como un modo de oposición, de rebelión, frente a un sentir común que les parecía equivocado. En mi caso, no me atrevo a llegar a ese extremo, sería bastante pretencioso, pero sí les puedo decir que me he emocionado hasta llegar a las lágrimas en varias ocasiones. De hecho, gran parte del atractivo de este libro reside en que me ha hecho recordar algunos momentos que tenía ya muy olvidados, además de desear volver a mi "inocencia" y "entrega" juvenil, o al menos desprenderme de la coraza de ironía e indiferencia que me ha ido creciendo con los años. Impidiéndome alcanzar lo que yo soñaba debía ser la percepción del arte: un relámpago, una sacudida, el sentirse inerme, desnudo, ante la belleza. Absoluta e inexplicable.

Uno de mis primeros derrumbamientos tempranos tuvo lugar en ocasión de mi primer viaje a Roma, un agosto de 1994. La ciudad estaba casi vacía y, excepto los sitios típicos, apenas se topaba uno con turistas. Recuerdo que una tarde de viernes me embarqué en la exploración del Trastévere y visité, en sucesión, la iglesia de Santa Susana para ver la estatua de la Santa esculpida por Maderno, Santa María in Trastevere, y San Pietro en Montuorio, para allí ver el templete de Bramante. Ambos lugares, la estatua y el templete, me impresionaron profundamente, pero donde me sentí abrumado, derrotado y aplastado, al mismo tiempo inmensamente feliz, fue en Santa María. Como muchas iglesias romanas, su ábside está cubierto por mosaicos que representan la gloria celestial. Me senté en uno de los primeros bancos y me quedé allí un buen un rato, contemplando en la penumbra, hasta que un turista se acercó al contador que controla las luces e introdujo unas monedas. Literalmente la luz me cegó, sentí como si se abrieran los cielos y me abandonaron las fuerzas. Sólo podía estar ahí, mirando, sin ser capaz de reaccionar, mucho menos de moverme. Hasta que venció el plazo y las luces se apagaron, e incluso entonces me llevó tiempo levantarme y reanudar el camino. Quería permanecer allí. A la espera de no sé qué.

El ultimo, por ahora, ha sido muy reciente. Tuvo lugar con la monográfica de Georges de la Tour en el Prado. Ya sabrán que los pintores del XVII me fascinan, ya que considero que con ellos se alcanzó la cumbre de la pintura figurativa. El caso de de la Tour, además, es especial, por su uso casi milagrosa de la luz surgiendo en las tinieblas. Así que ahí estaba yo, viendo por primera vez su Madgalena, contemplando la llama de la vela que flota sobre el aceite, la manera en que esa luz directa y los muchos reflejos indirectos colorean a la santa, los muebles y el espejo en que se mira, como pasan del brillo casi cegador hasta confundirse con la obscuridad reinante, cuando descubrí que estaba a punto de llorar. Y me daba una vergüenza horrible, pero no podía evitarlo, porque, en cierta manera, me parecía presenciar el milagro divino hecho realidad ante mis ojos. Palabras extrañas para quien, como yo, es un ateo confeso.

Lo que les acabo de confesar no significa que haya que ponerse a llorar delante de cada cuadro. Eso sería signo de hipocresía, además de arrebatar a la experiencia lo que realmente la hace importante. El hecho de ser imprevisible, de sobrevenir y arrebatarte, semejante a un enamoramiento repentino. Más bien se lo he contado, y me callado muchas otras, para remachar lo que constituye el núcleo de la argumentación de Elkins, que seguramente ahora sabemos más del arte que en muchas otras épocas, pero que hemos perdido nuestra capacidad de emocionarnos. Aún más, miramos esos transportes de emoción con malos ojos, como algo propio de ignorantes y débiles, sin darnos cuenta que hemos perdido la capacidad de establecer una relación directa con las obras de arte. De la misma profundidad e intensidad que la que tenemos con las personas.

De nuevo ¿Por qué? En parte porque la sistematización científica así lo exige, que sepamos clasificar, identificar y ordenar el arte de acuerdo con estilos, épocas e influencias. También porque esos datos históricos son concretos y nos permiten ser objetivos, en vez de referirnos a experiencias difusas, próximas a la estupefacción provocada por las drogas y al trance religioso, por no nombrar otras experiencias aniquiladoras de conciencia y cordura. Asímismo, porque nuestra época, la de las vanguardias y la modernidad, por no decir el postmodernismo, es una especie de venganza estética contra el sentimentalismo dieciochesco y el arrebato decimonónico, de manera que bien se prima el análisis de la forma y el color, o el comentario desapegado de la situación y estructuras políticas. Eso, aun cuando grandes proponentes de la abstracción, como Kandinski, Mondrian y Rothko, tuvieran mucho de místicos, mientras que movimientos enteros, como el Surrealismo, se propusieran, literamente, hacer estallar nuestas cabezas.

Aún así, esto sería comprensible y justificable. Lo que no lo es, de ninguna manera, es que esa frialdad se traslade a los museos y que se busque reglamentar con ella su visita. Sus salas, especialmente en ocasión de exposiciones multitudinarias, suelen estar abarrotadas, lo que impide cualquier relación íntima con los cuadros. Ése estar a solas con ellos, aprender a conocerlos, único modo de donde pueda saltar la chispa. Por otra parte, esa congestión obliga a que no se puedan disfrutar a gusto la pinturas, sino que haya que pasar rápidamente de una a otra, al ritmo que marca el guía o el tiempo que tarda la audioguía en abrumarnos con datos. Al final, no miramos el cuadro, escuchamos o leemos, nos fiamos de lo que otros nos dicen y a eso le llamamos nuestra opinión y nuestro juicio, aunque no hayamos entendido nada.

Hemos olvidado como mirar, como aislarnos del mundo y del tiempo. Como sacar nuestras propias conclusiones y decidir, no ya si nos gusta, sino por qué nos gusta. Si ese cuadro nos aporta algo, si tiene algo que decirnos.

Y, de vez cuando, sentir el chispazo que nos cambie la vida.

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