martes, 30 de enero de 2018

Los recuerdos y la imaginación

Recuerdo un libro que preparé para un inspector extraordinario y plenipotenciario. Cada página estaba coloreada con un tono distinto. Lo recuerdo presentando la primera hoja, sin duda ante los funcionarios inferiores, una página con sólo dos sellos triangulares. Los guardas de las puertas abrían los pernos a regañadientes.  Y luego, con un leve giro, mostraba la segunda hoja, en verde, ahora frente a los rígidos funcionarios. Luego, en la mesa del cuartel de guardia arrojaba la tercera y cuarta página, de un blanco deslumbrante, con el gran sello redondo, rojo sangre. Lo miraban atentamente, temblando, y saludaban mientras el hombre avanzaba hasta la puerta principal, donde estaba el Guardián General de las Puertas, que un momento antes permanecía inaccesible, metido en un uniforme bellamente adornado con gotas de oro, en ese momento empapado en sudor por el celo oficial puesto en la tarea, y el sonido de la cerradura abriéndose y mezclándose con el tintineo de las medallas sobre su pecho. Y el anciano es una imagen militar, alzando su brillante espada, honrando no a la persona que cruza el umbral sino al documento que el emisario lleva en mano. ¡Que delicia el pensamiento de ese trasiego maravilloso de los salvoconductos, esas crecientes dosis de "poder perfectamente legal"! ¡Ni las escenas de batallas de Sienkiewicz, ni ningún rugido de cañones podrían igualar jamás el murmullo de los Cupones de Poder colocados sobre la mesa gris entre los muros grises del castillo! No puedo llegar a comprender la magia oculta en el Gran Sello, pues en su centro reposa el mismísimo Signo Secreto, esto es, un "código sin clave", lo que significa que quien lo lleva tiene que ser un emisario del Innombrable.

Stanislaw Lem, El castillo alto.

Ya sabrán de mi profunda admiración por Stanislaw Lem. Le considero como uno de los grandes de la literatura del siglo XX, opinión que no está más extendida, me temo, debido a su catalogación como autor de ciencia ficción. Un genero en el que pueden encuadrarse la mayoría de sus obras, pero en el que encaja mal, dada su tendencia a sobrepasarlo y transcenderlo. De hecho, siempre fue una presencia excéntrica en ese mundo, alejado de la tendencia al travestismo que lastra la mayor parte de la ciencia-ficción occidental, a la que que criticó sin piedad. Antes incluso de la decadencia reciente del género, que poco a poco ha ido derivando en fantasía con toques tecnológicos o space-opera que recicla el género de aventuras.

Por el contrario, Lem siempre perteneció a la sección más "dura" del genero, aquélla que pretendía desarrollar los problemas morales y sociales que se suponía acarrearían los avances tecnológicos, intentando plasmarlos con lógica férrea y una coherencia no menos sólida. Las obras de Lem, por tanto, siempre pueden reescribirse como ensayos filosóficos  puros - una de sus obras más importantes, Summa Technologia, es precisamente esto -, cuya peripecias narrativas son la ilustración de esos dilemas y de las consecuencias que de ellos derivarían. De ahí, precisamente, surge el mayor defecto de la obra de Lem, la debilidad de sus personajes, meros vehículos para el desarrollo de sus tesis, pero esto se ve compensado por dos virtudes esenciales. Primero, sus dotes para inventar mundos complejos, laberínticos y aún así coherentes, cuyos detalles es capaz de describir con intensidad casi obsesiva, hasta hacerlos plausibles. Hasta conseguir, en definitiva, que podamos verlos. El segundo, ser capaz de seguir el desarrollo lógico de sus postulados hasta el propio absurdo, sin permitirse trampas ni traiciones, sino resaltando y remachando las contradicciones en ellos ocultos. 

Especialmente aquéllas que no somos capaces de ver. O no queremos.



Éste rigor y esa integridad son los que distinguen a Lem de tantos otros escritores de ciencia ficción. Los mediocres, la mayoría, suelen trabajar con estereotipos, con la panoplia de recursos que se suponen esenciales al género y que generalmente se reducen a emociones baratas esperadas por el público . No así Lem. Una y otra vez tomó los temas habituales de la ciencia ficción, les dio la vuelta y mostró lo equivocados que estábamos al suponer  unas reglas prefijadas su desarrollo. Así, en novelas como Edén, La voz de su amo o Fiasco, señaló la casi imposibilidad de comunicarnos con inteligencias distintas a las nuestras, con las que poco o nada tendríamos en común. En otras, como la larga serie de cuentos del piloto Pirx describió un futuro en el que la alta tecnología se estropeaba por el uso, se rompía sin remedio con la falta de mantenimiento, mientras que la humanidad sufría de sus vicios habituales: desidia, pereza, cortedad de miras. 

Lo anterior no quiere decir que Lem fuera un escritor "serio", aunque sabe serlo cuando quiere, como en la citada Summa Technologia. En la colección de cuentos que se conoce como Viajes de las estrellas, se rió a mandíbula batiente de los lugares comunes de la ciencia ficción, llevándolos a su absurdo lógico; mientras que en la Ciberiada "reconstruyó" - ¿o debería decir "deconstruyó"? -, los cuentos de los hermanos Grimm trasladándolos a un universo habitado sólo por robots. Sin dejar a un lado sus brillantes incursiones en la literatura experimental, con Vacío Perfecto y sus continuaciones. Libros sobre libros nunca escritos, solo prologados, pero que todos desearíamos que figurasen en nuestra biblioteca.

Con esos antecedentes, no les debe extrañar que me sumergiera con expectación en la lectura de El Castillo Alto, autobiografía de los años de juventud del autor que se interrumpe con el estallido de la guerra, con la destrucción del mundo en que había vivido hasta entonces. Una catástrofe tanto en sentido literal como figurado, puesto que la ciudad natal de Lem, Lvov, paso de ser parte de Polonia a integrarse en Ucrania, de manera que la población polaca fue "reasentada" a la fuerza en la nueva República Popular de Polonia. Los judíos, como pueden imaginarse, habían sido "solucionados" por los nazis en los años del conflicto.

Pues bien, lo primero que me ha llamó la atención es que este transfondo políticoy  social no es narrado, ni siquiera esbozado, aunque quedan retazos, destellos y alusiones, aquí y allá. La autobiografía de Lem es sobre su infancia, mejor dicho, de como su mente llegó a tomar conciencia del mundo y qué influencias externas formaron su raciocinio. En ese sentido, Lem se encuadra en un exclusivo club de escritores, junto con Dickens y Camus. Aquéllos que han sabido describir la infancia, hacer que los adultos, que ya la habían olvidado por completo, vuelvan a rememorarla y experimentarla. No con las armas de la nostalgia por tiempos sin preocupaciones o la melancolía por un falso paraíso perdido, sino recreando esa mirada inquisitiva propia de los niños, sin barreras ni condicionantes. Para ellos, lo más mínimo, sean as ilustraciones de un libro o las calles de su barriada, constituyen universos enteros a cuya exploración pueden dedicar, y de hecho lo hacen, días y meses enteros. Sin sentir cansancio, ni hastío, ni que exista la posibilidad de agotarlos.

Así, Lem va desgranando los muchos paraísos ocultos de su infancia. Los libros de los mayores, los objetos cotidianos a los que el dotaba de otro significado, los comercios en los que recalaba al ir y al venir de su casa. Lugares que son transfigurados por su imaginación, la misma que luego le llevaría a crear mundos completos en sus libros. Dote prefigurada y presentida al final del libro, en un largo pasaje en que Lem realiza precisamente eso, crear otro universo, un estado ficticio con sus leyes, reglas y normativas, pero que, en un rasgo de genialidad, no tiene historia. Esa otra sociedad, ese otro gobierno queda, en la imaginación de Lem, en su relato posterior, descrito únicamente por los permisos que extiende. Cuadernillos repletos de sellos y firmas, de autorizaciones y salvoconductos, cuya posesión permite realizar una serie de acciones, prohíbe otras muchas. De cuya emisión se deduce y construye la estructura de ese estado imaginario.

Esfuerzo de construcción que, rememorado por el Lem adulto, le lleva a dar otro salto al vacío. A crear una teoría entera del arte y de su práctica. De como su cultivo es, en definitiva, un juego de niños al modo adulto, con el objetivo de crear un conjunto nuevo de reglas al que atarse, ahora que las antiguas restricciones han sido abolidas y desaparecido. 

Porque sólo así se encontrará el acicate que permita elevarse hasta las alturas.

1 comentario:

Riberaine dijo...

Excelente.