martes, 6 de febrero de 2018

Fantasías etílicas

























2017 ha sido el año grande de Yuasa Masaaki. Ni más ni menos, se las ha arreglado para estrenar dos largometrajes y una serie de televisión, lo que no merece otro apelativo que el de hazaña. Más aún si se tiene en cuenta que su estilo es esencialmente vanguardista, llevándole a huir de las soluciones fáciles y condenándole a dejarse la piel en cada obra, sin garantías de que vaya a dar resultado. Mucho menos a tener éxito.

Con esta introducción, y las muchas entradas y artículos que llevo dedicados a este director, ya pueden imaginarse que es uno de mis favoritos, no ya del anime, sino de la animación en general. En mi opinión, Yuasa supera el angosto y claustrofóbico marco de las reglas autoimpuestas de esta escuela de animación, tan orientada a satisfacer las obsesiones y carencias de los otakus, para convertirse en un autor con todas las de la ley. Alguien que podría figurar, con todos los honores, en otra lista muy distinta de animación japonesa, la de los autores independientes y experimentales. La del Tezuka excéntrico, Kihachiro Kawamoto, Mirai Mizue o Yoji Kuri.

Por todo ello, quizás les sorprenda que su última serie, la muy aclamada Devilman Crybaby (2018), me haya parecido decepcionante, falta de un algo que yo consideraba esencial e inseparable de este autor. Por ponerle un nombre, la última serie de Yuasa me ha parecido una segunda versión de su primera serie, Kemonozume (2006). Con todos sus defectos y casi ninguna de sus virtudes. Dotadas ambas de una misma obsesión por la violencia extrema y un mismo pesimismo, pero desprovistas de una estructura que ordenase ese despliegue de nihilismo en un marco coherente. Kemonozume, además y en su favor, estaba plasmada con un estilo de dibujo anguloso y áspero, expresionista y arreal, que convenía muy bien a la exhibición sin complejos de la violencia, mientras que Devilman Crybaby se ve por el contrario lastrada por el estilo redondado y adorable del anime contemporáneo, que no consigue desligarse del complejo Kawaii/moe ni en su productos más salvajes.

Dada la experiencia, se pueden imaginar que abordé la visión de los films recientes de Yuasa con cierta aprensión, como si el patinazo de Devilman Crybaby fuera el inicio de la decadencia de Yuasa y ésta viniera de tiempo atrás. De esos dos filmes que aún no había visto. Sin embargo, Yoru wa Mijikashi, Aruke yo Otome (La noche es corta, continúa andando, joven) afortunadamente ha conseguido que mi opinión diese un vuelco completo, restaurando mi optimismo y mi admiración por este director. Se trata, en mi opinión de una de sus mejores obras, plena y repleta de un extremo a otro de esa energía, de esa inagotable imaginación visual, que desde Mind Game (2004), nos ha hecho enamorarnos de otro director.

En sí, Yoru wa mijkashi, parece inocente en apariencia. Toma los personajes de una serie anterior del mismo Yuasa, Yojōhan Shinwa Taikei (2010, más conocida como The Tatami Galaxy), pero ahí se detienen las similitudes. Si la serie, como la novela en la que se basa, exploraba los muchos caminos, opuestos y contradictorios, en que podría haberse resuelto la crisis existencial del protagonista, joven universitario enamorado de una de sus compañeras. la película elije como protagonista a esta joven y la embarca en una noche sin fin plena de aventuras. Noche en la que deberá sobrevivir a un duelo etílico, encontrar un libro perdido en el inmenso océano de una feria de ocasión, dejarse reclutar por una serie de representaciones callejeras organizadas como acciones de guerrilla, para terminar combatiendo una epidemia de gripe universal. 

Acumulación inverosímil de peripecias, imposible de embutir en la realidad del exiguo espacio de una noche, y que por ello mismo se suceden a ritmo vertiginoso, enredándose las unas con las otras. Impidiendo, por tanto, que el espectador pueda hallar un asidero, un punto de reposo, obligándole a dejarse llevar por el mismo torbellino en el que giran, atrapados, los personajes. Urgencia que nunca deviene atropello, porque Yuasa la utiliza a su favor, para lucirse en un alarde técnico y expresivo, casi de la misma categoría del que asombró al público en Mind Game. Porque aquí, como entonces, Yuasa echa el resto en cada secuencia, como si cada instante fuera el definitivo, receta que en otros directores menos dotados conduciría al desastre absoluto y sin paliativos.

No así en Yuasa. Porque a pesar de ese continúo ir más allá, la película fluye, tiene ritmo y paso. Mejor aún, es divertida como pocas, contagia su entusiasmo, su vitalidad, y te hace partícipe de él.

El de esa noche loca, donde todo está permitido, nada prohibido.


























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