jueves, 15 de febrero de 2018

La gran revolución

¿Podemos acaso sorprendernos de que los iraníes se sublevaran y destruyeran ese modelo del desarrollo a costa de enormes sacrificios? Lo hicieron no porque fueran ignorantes y atrasados (me refiero al pueblo, no a cuatro fanáticos enloquecidos) sino, por el contrario, porque eran sabios e inteligentes y porque comprendían lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Comprendían que unos años más de esta Civilización y no habría aire para respirar e incluso dejarían de existir como nación. La lucha contra el sha (es decir, contra la dictadura) no sólo la llevaron Jomeini y los mulás. Así lo presentaba (muy habilmente) la propaganda de la Savak: los ignorantes estaban destruyendo la obra progresista del Shá. ¡No! Esta lucha fue llevada a cabo sobre todo por los que estaban al lado de la sabiduría, la conciencia, el honor, la honestidad y el patriotismo. Los obreros, los escritores, los estudiantes y los científicos. Ellos eran, antes que nadie, quienes morían en las cárceles de la Savak y los primeros en coger las armas para luchar contra la dictadura. Y es que la Gran Civilización se desarrolló desde el principio acompañada de dos fenómenos que alcanzaron grados nunca vistos en ese país: por un lado el aumento de la represión policial y del terror ejercido por la tiranía, y por otro, un número cada vez más alto de huelgas obreras y estudiantes así como el surgimiento de una fuerte guerrilla. Son sus jefes los fedayines del Irán (que, por lo demás, no tenían nada que ver con los mulás; muy al contrario, éstos los combaten)

Ryszard Kapúscinsky, El Shah o la desmesura del poder.

Les puede sonar raro, pero a medida que pasan los años, 1979 me parece una fecha trascendental en la historia contemporánea. Ése fue el año de la Revolución Islámica en Irán, que en su momento no fue considerado  más importante que otro sobresalto cualquiera de la Guerra Fría, librada entre los EEUU y la URSS.  Otra jugada más la larga y tensa partida de ajedrez que duraba ya treinta años y que parecía saldarse, una vez más, con una derrota de la superpotencia occidental. Otro país de Asia salía de su órbita, como había ocurrido con Vietnam del Sur, con el agravante de que esta vez se trataba de uno de los principales productores de petróleo mundiales. Una amenaza directa, por tanto, contra los fundamentos económicos del mundo occidental, apenas unos años tras el plante de la OPEP y el inicio de la crisis del petróleo de 1973. Irán, y en general todo el ámbito mesopotámico-iraní parecía a punto de caer bajo la esfera de una URSS que ya dominaba el Asia Central y que quizás por ello se sintió tan envalentonada como para intervenir en Afganistan, a finales de 1979.

Sin embargo, lo que sucedió fue algo muy distinto, tanto que ha terminado por definir nuestro presente turbulento. Al gobierno represivo y asesino del Sha, proccidental y aliado leal de los EEUU - y de las petroleras - no le sucedió un régimen comunista, ya fuera soviético o maoísta, como había sido la regla de todas las revoluciones del tercer mundo en las décadas sucesivas. Su heredero fue otra dictadura, pero de un signo que no se había visto hasta entonces, una teocracia militante que en el espacio de una década eliminó sus enemigos de cualquier signo, desde los sectores más liberales y occidentalizados al partido Comunista Tudeh, para embarcarse en guerras e intervenciones extranjeras. Como si fuera una nueva revolución Francesa, sólo que de signo religioso, a quien la amenaza exterior obligaba a extender la revolución entre sus vecinos para asegurar su estabilidad interna.

El régimen de los Ayatollás, surgido de la caída del Sha y la posterior guerra Irak-Irán se ha revelado particularmente longevo y resistente. Ha sobrevivido a sus enemigos más cercanos, el Irak de Sadam Hussein y la extinta Rusia Soviética, además de convertirse en fuerza decisiva, via Hezbollah, en el escenario político de El Libano, para extender, en esta década, su influencia a la cruenta guerra civil Siria. No sólo eso, sino que frente al fracaso de naciones como Egipto y Siria en la lucha contra el estado de Israel,  ante quien se han estrellado la misma OLP e incluso Hamas, Hezbollah ha quedado como la única fuerza capaz de mirar de tú a tú a la potencia hebrea, de sobrevivir a sus operaciones de castigo e incluso convertir sus derrotas tácticas en victorias estrategias. Por otra parte, a pesar de su rango de única superpotencia, EEUU ha sido incapaz de doblegar al régimen iraní, ni siquiera de hacerle bailar a su son o de influir en su política exterior, de manera que el único contrapeso al régimen de los ayatollás que existe en la región es otro estado no menos fanático desde el punto de vista religioso: Arabia Saudí.

Sin embargo, lo anterior no pasaría de ser un ejemplo más de geopolítica, de una lucha por el poder entre potencias regionales que se inscribiría en conflictos de orden mayor: el EEUU-URSS en tiempos de la guerra fría, el EEUU-China que se prevé para las próximas décadas del siglo XXI. Un juego de poder, unas tensiones políticas, económicas y militares destinadas a ser ruido de fondo en los noticiarios de las televisiones, material con el que rellenar las páginas de los periódicos, según soplase el viento de conflicto ente los grados. Lo que diferencia este caso de otros es un elemento que la modernidad consideraba ya pericilitado, inofensivo como curiosidad, propio del color local que atrae a los turistas: la religión. Desde 1979 a nuestros días, no ha habido conflicto en el mundo Islámico que no haya sido motivado por el papel de la religión en esas sociedades y su aplicación correcta. Guerras, rebeliones e insurgencias desencadenadas, de ordinario, por aquéllos que quieren imponer las versiones más rigoristas sobre sus sociedades de origen. Sin importarles mucho el coste humano que haya que pagar o que deban infligir.

Dada la extensión del mundo musulmán, del Océano Atlántico al Pacífico, de los desiertos del Asia Central al Sahel Africano, este giro hacía unas revoluciones y guerras motivadas por la religión ya sería un problema político mundial de primera magnitud. No obstante, si  no ha quedado restringido a otra "guerra más entre salvajes", que es como Occidente considera los conflictos en el tercer mundo, es precisamente por su extensión a ese mismo Occidente en el 11-S. Desde esa fecha de 2001 se han producido una serie de acciones terroristas en Europa y America del Norte que han sacudido a las sociedades occidentales tanto por su espectacularidad como por la dificultad en ponerlas coto. Atentados, no se olvide, que no son tanto una guerra contra occidente, aunque tienen mucho de ello, sino reflejos de una guerra civil dentro el Islám. Otra fitna más de la muchas en su historia, sólo que librada fuera de las tierras tradicionales de Dar-El-Islám.

Este breve resumen podría hacer imaginar un conflicto entre civilizaciones, entre un Islám incapaz de desprenderse de sus ataduras religiosas y un Occidente moderno, esencialmente laico. Nos encontraríamos, por tanto, del lado de los buenos, pero nos equivocaríamos por partida doble. Otra de las consecuencias de la revolucióm Islámica en Irán y de la expansión del islamismo por el mundo islámico ha sido devolver un protagonismo perdido a la religión. No sólo al Islám, sino a todas las demas. En tal medida, que esa involución se ha contagiado a la sociedades occidentales, donde la religiones autóctonas, ese cristianismo que se pensaba ya derrotado, ha vuelto a resurgir con fuerza y copiado la intransigencia y radicalidad del enemigo. Esta reconquista del terreno perdido se ha convertido así en uno de los motores principales de la derechización de los últimos años, en extraña alianza con el neoliberalismo económico y el libertarianismo politico. Sin reparar en que utiliza, para ello, armas y métodos similares a la de sus enemigos islámicos, desde el blindaje legal de la religión contra sus críticos a la acción directa, casi violenta,  contra disidentes y descreídos.

Y todo ello con origen en esa revolución iraní de 1979, que en su momento parecía ser otra más y que ahora se revela como transcendental. Consideración que también tiene sus problemas, ya que la exasperación reciente nos hace verla en blanco y negro. En concreto como una turba de exaltados religiosos, guiados por ayatolás y mulás, que derribaron a un régimen que caminaba a pasos decisivos hacia la modernidad. Error del mismo calibre que el que ha llevado a la demonización de Castro frente a un santificado Batista.

Porque no lo olvidemos, El Shah era un tirano sanguinario, que dilapidó los recursos de su país para crear una clase de parásitos, empobreciendo al resto. Estado de injusticia que sólo podía mantenerse en pie mediante auténtico terrorismo de estado, expresado en desapariciones sin dejar rastro y ejecuciones extrajudiciales. Contra ese sistema, si se era una persona decente sólo cabía la rebelión, de forma que la revolución iraní fue una de las últimas grandes revoluciones populares de nuestro tiempo, en la que participaron desde los comunistas hasta los conservadores. La pena fue que, como en muchas otras revoluciones, al final los más duros, inflexibles, decididos y fanatizados se llevaron el gato al agua, eliminando a los neutrales, los tolerantes y los dialogantes. Como había ocurrido, seis décadas atrás, con los bolcheviques y la Revolución Rusa.

Proceso de rebelión justa y de involución inevitable, el de la Revolución Iraní,  que Kapuscinski describe con certeza y perspicacia. Con pasión y con una prosa deslumbrante.

La de los periodistas de antaño.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buen análisis , David. Tan perspicaz como siempre. Javier

David Flórez dijo...

Gracias.

Por otra parte escribir de estos sucesos me produce una impresión turbadora. Cuando ocurrieron yo era un niño, casi un adolescente, y por tanto pertenecen a mi biografía.

Son remotos y, al mismo tiempo, propios y cercanos.